viernes, 9 de enero de 2009

Derecho y marxismo: Prólogo de Adolfo Sánchez Vázquez a ' La teoría general del derecho y el marxismo", de E.B. Pashukanis

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La ideología de la "neutralidad ideológica" en las ciencias sociales- Ensayos marxistas sobre filosofía e ideología, por Adolfo Sánchez Vázquez.

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Modernidad y Holocausto. Cap. 6: La ética de la obediencia (lectura de Milgram), por Zygmunt Bauman


MODERNIDAD Y HOLOCAUSTO (1989):

Capítulo 6. La ética de la obediencia (lectura de Milgram)


Sin haberse recuperado por completo de la demoledora verdad del Holocausto, Dwight Macdonald advertía en 1945 que ahora debemos temer más a la persona que obedece la ley que a quien la viola.
El Holocausto había empequeñecido todas las imágenes heredadas y recordadas del mal. Con ello, invirtió todas las explicaciones anteriores de as acciones del mal. Repentinamente, se supo. que el mal más terrible del que tenía noticia la memoria humana no fue la consecuencia de la disipación del orden, sino de una regla del orden impecable, sin defecto e incontrolable. No fue la obra de una muchedumbre incontrolable y des-mandada, sino de hombres de uniforme, obedientes y disciplinados, que se ajustaban a las normas y eran meticulosos por lo que se refiere al fondo y a la forma de sus instrucciones. Pronto se supo que esos hombres, en cuanto se quitaban el uniforme, no eran malos en absoluto. Se compor­taban como casi todos nosotros. Tenían esposas a las que amaban, niños a los que mimaban y amigos a los que ayudaban y consolaban si estaban afligidos. Parecía increíble que, en cuanto se ponían el uniforme, esas per­sonas fueran capaces de disparar o gasear o presidir una ejecución o pasar por el gas a miles de personas, muchas de las cuales eran mujeres, que serí­an las amadas esposas de otros, y bebés, que serían los niños mimados de otros. Esto también era aterrador. ¿Cómo es posible que gente normal, como tú y yo, haga cosas así? Con toda seguridad, de alguna manera, aunque sea pequeña, incluso diminuta, tienen que haber sido especiales, diferentes, distintos a nosotros. Con toda seguridad se habían escapado del ennoblecedor y humanizador impacto de nuestra sociedad iluminada y civilizada. O, si no, lo más seguro es que fueran corruptos o estuvieran sometidos a alguna combinación viciosa o desdichada de factores educa-cionales que tuvo como consecuencia una personalidad enfermiza o defectuosa. Demostrar que estas suposiciones eran erróneas habría ofendido porque supondría no sólo destrozar la ilusión de la seguridad personal que promete la vida en una sociedad civilizada. También habría ofendido por una razón mucho más significativa: porque habría desenmascarado la pe petua cuestionabilidad de toda autoimagen moralmente virtuosa y d toda conciencia clara. Desde entonces, las conciencias podían estar limpias sólo hasta nuevo aviso.
La noticia más aterradora que produjo el Holocausto, y lo que sabemos de los que lo llevaron a cabo, no fue la probabilidad de que nos pudieran hacer "esto", sino la idea de que también nosotros podíamos hacerlo. Stanley Milgram, psicólogo estadounidense de la Universidad de Yale, soportó el peso de su terror cuando temerariamente emprendió una prueba empíri­ca de suposiciones basadas en la urgencia emocional y determinó no ceñirse a la evidencia. Más temerariamente todavía, publicó los resulta-dos en 1974: sí, pudimos hacerlo y 10 podríamos volver a hacer si las con­diciones fueran las adecuadas.
No fue fácil convivir con semejantes descubrimientos. No tenemos que preguntarnos por qué la opinión de los eruditos se cebó sobre la investigación de Milgram con toda su fuerza. Las técnicas de Milgram se examinaron con microscopio, se desmontaron, se proclamó que eran defectuosas y escandalosas y se condenaron. A cualquier precio y utilizando todos los métodos, respetables y menos respetables, el mundo aca­démico intentó desacreditar y repudiar los descubrimientos que prome­tían terror allí donde debía haber complacencia y paz espiritual. Hay pocos episodios de la historia científica que revelen más abiertamente la realidad de la búsqueda del conocimiento supuestamente al margen de los valores y los motivos desinteresados de la curiosidad científica. Milgram dijo lo siguiente como respuesta a sus críticos: "Estoy conven­cido de que gran parte de las críticas, lo sepa la gente o no, procede de los resultados del experimento. Si todo el mundo se hubiera quedado callado con una conmoción ligera o moderada (esto es, antes de seguir las órdenes de la persona que dirigía el experimento y empezar a descu-
brir que significaban provocar dolor y sufrimiento a las víctimas putati­vas), esto habría sido un descubrimiento muy tranquilizador y, ¿quién habría protestado?"'. Milgram tenía razón, por supuesto. Y la sigue teniendo. Han pasado varios años desde su experimento y, sin embargo, sus descubrimientos, que tendrían que haber provocado una profunda revisión de nuestras opiniones sobre los mecanismos del comportamien­to humano, se seguían citando en muchos cursos de sociología como una curiosidad divertida, aunque no muy significativa, y que no afectaba al cuerpo principal del razonamiento sociológico. Si no se pueden rebatir los descubrimientos, siempre cabe marginarlos.
A los antiguos hábitos del pensamiento les cuesta mucho desaparecer. Poco después de la guerra, un grupo de eruditos encabezado por Adorno publicó La personalidad autoritaria, libro destinado a convertirse, para los años venideros, en un modelo de investigación y teorización. Lo que es especialmente importante del libro no son sus proposiciones concretas (prácticamente todas se cuestionaron y condenaron posteriormente) sino la localización del problema y la estrategia de investigación que derivó de ella. La investigación subsiguiente de Adorno y de sus compañeros, inmune a la comprobación empírica aunque cómodamente de acuerdo con los deseos subconscientes del público erudito, demostró que tenía mucha más capacidad de adaptación. Como sugiere el título del libro, los autores buscaban la explicación del dominio nazi y las posteriores atroci­dades en la presencia de un tipo especial de individuo, en personalidades con tendencia a obedecer al más fuerte y en la arbitrariedad sin escrúpu­los y con frecuencia cruel hacia los más débiles. El triunfo de los nazis debió ser el resultado de una acumulación poco corriente de esas perso­nalidades. Los autores no lo explican, ni desean explicar por qué ocurrió. Se abstienen cuidadosamente de investigar todos los factores extraindividuales o supraindividuales que pueden producir personalidades autorita­rias. Tampoco les interesa la posibilidad de que esos factores puedan inducir un comportamiento autoritario en personas que, de otra manera, no habrían tenido una personalidad autoritaria. Para Adorno y sus cole­gas, el nazismo fue cruel porque los nazis eran crueles. Y los nazis eran
crueles porque las personas crueles tienden a ser nazis. Como u miembros del grupo reconoció años después: "La personalidad autoria hacía hincapié únicamente en determinantes de la personalidad del fascismo y etnocentrismo potenciales y descartaba las influencia contemporáneas". La manera en que Adorno y su equipo expresaron el problema fue importante no tanto por la forma en que se distribuyó la culpa sino a causa de la sencillez con que se absolvió al resto de la humanidad. La visión de Adorno dividía al mundo en protonazis natos y víctimas. El conocimiento oscuro y tenebroso de que muchas personas pueden volver crueles si se les da una oportunidad quedó suprimido. También se excluyó la sospecha de que incluso las víctimas pudiera perder gran parte de su humanidad en el camino a la perdición, prohición tácita que llegó hasta los extremos del absurdo en la representación del Holocausto que ofreció la televisión estadounidense.
Fueron esta opinión erudita y esta opinión pública, ambas pro mente afianzadas, pesadamente fortificadas y que se reforzaban mutuamente, a las que la investilación de Milgram puso en tela de juicio. Su hipótesis de que los actos crueles no los cometen individuos crueles; hombres y mujeres corrientes que intentan tener éxito en sus tareas males, causó una inquietud y una ira muy pronunciadas. Y sus descubrimientos de que la crueldad no tiene mucha conexión con las características personales de los que la perpetran pero sí tiene una fuerte conexión con la relación de autoridad y subordinación, con nuestra estructura de poder y obediencia normal y con la que nos encontramos cotidianamente. “La persona que, por convicción interna, detesta el robo, el asesinato y la agresión puede encontrarse llevando a cabo estos actos con relativa facilidad cuando se lo ordena la autoridad. Un comportamiento impensable en un individuo que actúa a título personal lo puede llevar a cabo sin titubear cuando recibe órdenes"'. Puede ser cierto que algunas personas se pueden sen­tir incitadas a la crueldad por sus propias y profundamente personales inclinaciones, sin que nadie las fuerce. Sin embargo, con casi total seguri­dad, sus rasgos personales no les impiden cometer crueldades cuando el contexto de la interacción en que se encuentran les incita a ser crueles.
Recordemos que el único caso en el que de forma tradicional, siguiendo a Le Bon, admitíamos que esto (es decir, que personas por otro lado decentes perpetraran actos indecentes) fuera posible era en una situación en la que se hubieran roto las normas racionales, civilizadas y corrientes de la interacción humana: una muchedumbre reunida por odio o por pánico; un encuentro casual de extraños, en el que cada uno de ellos esté fuera de su contexto normal y suspendido durante cierto tiempo en un vacío social; la plaza de una ciudad atestada de gente, cuando los gritos de pánico sustituyen a las órdenes y la gente que huye en desorden es quien decide la dirección, no la autoridad. Creíamos que lo impensable sólo podía suceder cuando la gente dejaba de pensar, cuando se levanta la tapadera de la racionalidad de la caldera de las pasiones humanas presociales y no civilizadas. Los descubrimientos de Milgram también dan la vuelta a esa imagen del mundo, mucho más antigua, según la cual la humanidad se encontraba totalmente del lado del orden racional mientras que la inhumanidad se limitaba a ocasionales interrupciones.
En resumidas cuentas, Milgram sugirió y demostró que la inhumani­dad tiene que ver con las relaciones sociales. Como estas últimas están racio­nalizadas y técnicamente perfeccionadas, también lo está la capacidad y efi­ciencia de la producción social de inhumanidad.
Puede parecer trivial, pero no lo es. Antes de los experimentos de Milgram, pocas personas, profesionales y profanos, anticipaban lo que Milgram estaba a punto de descubrir. Prácticamente todos los varones de clase media corriente y todos los miembros respetados y competentes de la profesión psicológica tenían confianza en que el cien por cien de los sujetos se negarían a cooperar a medida que la crueldad de las acciones que les ordenaban llevar a cabo iba aumentando y que en algún punto relativamente bajo se interrumpiría el trabajo. De hecho, la proporción de personas que retiraron su consentimiento bajó en las circunstancias ade­cuadas hasta una cifra tan reducida como el 30 por 100. La intensidad de las fingidas desscargas eléctricas que estaban preparados a aplicar era tres veces más alta de la que los expertos eruditos, de acuerdo con los profanos, eran capaces de imaginar.

Acaso lo más sorprendente de los descubrimientos de Milgram relación inversa entre la buena disposición hacia la crueldad y la proximidad de la víctima. Es dificil hacer daño a una persona a la que podemos tocar. Algo más sencillo es infligir dolor a una persona a la que sólo vemos distancia. Todavía es más fácil en el caso de una persona a la que podemos oír. Es muy fácil ser cruel con una persona a la que no podemos ni ver ni oír.
Si hacer daño a una persona implica contacto corporal directo, al que hace se le niega el alivio de no percibir el vínculo causal entre su acción el sufrimiento de la víctima. Este vínculo causal es evidente, lo mismo q su responsabilidad por el dolor. Cuando a los sujetos de los experimento de Milgram les dijeron que colocaran a la fuerza las manos de las víctimas sobre la chapa a través de la cual, supuestamente, se les aplicaría una descarga eléctrica, solamente el 30% siguió cumpliendo las órdenes hasta final del experimento. Cuando, en lugar de agarrar la mano de la víctima les pidieron únicamente que manipularan las palancas del tablero de control, el nivel de obediencia se elevó hasta el 40%. Cuando las víctimas estaban ocultas tras una pared, de forma que sólo se podían oír sus gritos angustia, el número de sujetos dispuestos a "llegar hasta el final" subió hasta el 62,5%. Eliminar los sonidos no incrementó mucho el porcentaje; sólo hasta el 65%. Parece como si sintiéramos fundamentalmente por los ojos. Cuanto mayor era la distancia física y psíquica de la víctima, resultaba más fácil ser cruel. La conclusión de Milgram es simple y convincente:

Cualquier fuerza o acontecimiento que se sitúe entre el sujeto y las consecuencias de hacer daño a la víctima produce una reducción de esfuerzo en el participante y, por lo tanto, se reduce el nivel de desobe­diencia. En la sociedad moderna, con frecuencia hay otros situados entre nosotros y el acto destructor final al que contribuimos.

De hecho, uno de los logros más importantes y que se anuncian con más orgullo de nuestra sociedad racional es dividir la acción en fases deli­neadas y separadas por la jerarquía de la autoridad y cortarla por medio de la especialización funcional. El significado del descubrimiento de Milgram es que, de forma inmanente e irremediable, el proceso de racio­nalización facilita un comportamiento inhumano y cruel en sus conse­cuencias, cuando no en sus intenciones. Cuanto más racional sea la organización de la acción, más fácil será causar sufrimientos y estar en paz con uno mismo.
La razón por la cual la separación de la víctima hace que sea más sen­cillo ser cruel parece psicológicamente evidente: el autor se ahorra la ago­nía de presenciar el resultado de sus actos. Puede incluso engañarse a sí mismo y creer que no ha sucedido nada realmente desastroso y así aplacar los remordimientos. Pero no es ésta la única explicación. Una vez más, las razones no son sólo físicas. Como todo lo que explica realmente la con­ducta humana, son sociales.

Situar a la víctima en otra habitación no sólo la aleja del sujeto, sino que acerca relativamente al sujeto y al experimentador. Existe una inci­piente función de grupo entre el experimentador y el sujeto de la que se excluye a la víctima. En la condición remota, la víctima es realmen­te un extraño que está solo, física y psicológicamente.

La soledad de la víctima no es simplemente asunto de su separación físi­ca. Es una función de la unión de sus verdugos y de su exclusión de esta unión. La proximidad física y la cooperación continua (incluso en perio­dos de tiempo relativamente cortos, ya que no se experimentó con ningún sujeto más allá de una hora) tienden a producir una sensación de grupo, con todas las obligaciones mutuas y la solidaridad que suele traer consigo. Esta sensación de grupo la produce la acción conjunta, especialmente la complementariedad de las acciones individuales, cuando el resultado se consigue evidentemente por el esfuerzo compartido. En los experimentos de Milgram, la acción unía al sujeto con el experimentador y, al mismo tiempo, los separaba a ambos de la víctima. En ninguna ocasión se le dio a la víctima el papel de actor, agente o sujeto. Por el contrario, era co permanente. De manera inequívoca, era convertida en objeto y, por lo que se refiere a los objetos de la acción, no importa mucho que sean humanos o inanimados. En consecuencia, la soledad de la víctima y las sus verdugos se condicionaban y validaban mutuamente.
El efecto de la distancia física y puramente psíquica, por lo tanto, menta la naturaleza colectiva de la acción lesiva. Se puede adivinar incluso en el caso de que queden fuera de la cuenta ganancias evidentes en la economía y en la eficiencia de la acción producidas por la a tración y organización racionales, el hecho de que el opresor sea mi del grupo facilita enormemente la perpetración de actos violento posible que una parte considerable de la eficiencia insensible y burcráticamente cruel se pueda atribuir a otros factores que no sean el racional de la cadena de trabajo o de la cadena de mando. Por ejemplo, la utilización experta, y no necesariamente deliberada o planificada, tendencia natural a formar grupos para actuar en conjunto. Esta tendencia siempre ha ido asociada con el trazado de límites y con la exclusión los extraños. Por medio de su autoridad para reclutar a nuevos miembros y para designar a los objetos, la organización burocrática es capaz de trolar el resultado de esta tendencia y garantizar que conduce a un mo cada vez más profundo e insalvable entre los actores (es decir, miembros de la organización), por un lado, y los objetos de la acción, por otro. Esto facilita mucho la transformación de los actores en perseguidores y de los objetos en víctimas.

La complicidad después de los propios actos

Todos los que alguna vez hayan pisado inadvertidamente una ciénaga saben bien que salir de ella resulta difícil sobre todo porque los esfuerzos para escapar hacen que uno se hunda más profundamente en el fango. Se puede incluso definir el pantano como una especie de sistema ingenioso construido de tal forma que a pesar de que los objetos sumergidos en él se puedan mover, los movimientos aumentan su "poder de succión". Parece que las acciones secuenciales poseen la misma cualidad. El grado ta el cual el actor se encuentra obligado a perpetuar su acción tiende a mentar en cada etapa. Los primeros pasos son fáciles y exigen pocos tormentos morales, suponiendo que haya alguno. Los pasos siguientes son cada vez más sobrecogedores. Finalmente, es insoportable avanzar. Sin embargo, para ese momento, también ha aumentado el precio de abandonar. Es decir, el impulso de pararse repentinamente es débil cuando los obstáculos a salvar son débiles o inexistentes. Cuando el impulso se hace más intenso, los obstáculos que se encuentran en cada etapa se van hacien­do más fuertes, lo suficiente como para que haya equilibrio. Cuando el actor se encuentra abrumado por el deseo de retroceder, por lo general es demasiado tarde para que pueda hacerlo. Milgram incluyó la acción secuencial entre los principales "factores vinculantes" (es decir, factores que bloquean al sujeto en esa situación). Es tentador atribuir la fuerza de este factor vinculante en concreto al impacto determinante de las acciones pasadas del sujeto.
Sabini y Silver nos ofrecen una descripción brillante y convincente de este mecanismo:

Los sujetos entran en el experimento admitiendo algunos compro­misos para cooperar con el experimentador. Después de todo, ellos han estado de acuerdo en participar, aceptado el dinero y probablemente hasta cierto punto aprueben las intenciones de que avance la ciencia. (A los sujetos de Milgram se les dijo que iban a participar en un estu­dio destinado a descubrir formas de aprender más eficientes). Cuando el que está aprendiendo comete el primer error, se dice a los sujetos que le apliquen una descarga eléctrica. El nivel es de 15 voltios. Una descarga de 15 voltios es totalmente inocua e imperceptible. No existe nin­gún problema moral aquí. Evidentemente, la segunda descarga es más fuerte, pero sólo ligeramente. De hecho, cada descarga es sólo ligera mente más fuerte que la anterior. La cualidad de la acción del sujeto cambia y de algo totalmente inofensivo pasa a ser desmedida, pero poco a poco. ¿Dónde se debe detener exactamente el sujeto?¿En qué punto se encuentra la división entre estos dos tipos de acción? Es fácil ver que tiene que haber una línea. Lo que ya no es tan fácil es ver dónde tiene que estar.

El factor más importante, sin embargo, parece ser el siguiente:

Si el sujeto decide que no es permisible aplicar la siguiente entonces, como ésta es (en todos los casos) sólo ligeramente más intensa que la anterior, ¿cuál es su justificación por haber aplicado la última? Negar la corrección del paso que está a punto de dar implica que el paso anterior tampoco era correcto y esto debilita la posición moral sujeto. El sujeto se va quedando atrapado por su compromiso gradual con el experimento.


En el curso de la acción secuencial, el actor se convierte en esclavo sus acciones anteriores. Parece que esta restricción es mucho más fuerte que otros factores vinculantes. Puede durar más tiempo que los factores, que al principio de la secuencia parecían más importantes y desempenaban una función auténticamente decisiva. En especial, la resistencia a volver a evaluar (y condenar) la propia conducta anterior será un estímulo muy fuerte, cada vez más fuerte, para seguir avanzando penosamente mucho después de que el compromiso original con "la causa" casi haya desaparecido. El paso suave e imperceptible de una etapa a otra hace que el actor acabe en una trampa. La trampa es la imposibilidad de abando­nar sin revisar y rechazar la evaluación de los propios actos como correc­tos o, por lo menos, inocentes. La trampa es, en otras palabras, una para­doja: uno no se puede limpiar si no se ha ensuciado antes. Para esconder la suciedad hay que permanecer perpetuamente en el fango.
Esta paradoja puede ser un factor impulsor del conocido fenómeno de la solidaridad entre cómplices. Nada vincula a las personas con más fuer­za que la responsabilidad compartida por un acto que admiten es criminal. Lógicamente, se puede explicar este tipo de solidaridad por el deseo xural de escapar del castigo. Los análisis de los teóricos del juego del famoso "dilema del prisionero" también nos enseñan que (siempre y cuando nadie confunda las apuestas) la decisión más racional que pueden tomar los miembros del equipo es dar por supuesto que el resto seguirá siendo solidario. Sin embargo, nos podemos preguntar hasta qué punto la solidaridad de los cómplices la produce y la refuerza el hecho de que es probable que sólo conspiren para desactivar la paradoja aquellos miembros del equipo que originalmente se comprometieron en la acción secuencial y, por consenso, otorgar alguna credibilidad a la creencia en la legitimidad de la acción anterior, a pesar de la creciente evidencia de lo contrario. En consecuencia, sugiero que otro de los "factores vinculantes" que Milgram denominó obligaciones situacionales es en gran medida una derivación del primero, la paradoja de la acción secuencial.

La tecnología moralizada

Una de las características más singulares del sistema burocrático de auto­ridad es, sin embargo, la escasa probabilidad de que se descubra la singula­ridad moral de la propia acción y que, una vez descubierta, se transforme en un doloroso dilema moral. En una burocracia, las preocupaciones morales del funcionario no se atreven a centrarse en la situación de los objetos de la acción. Se trasladan a la fuerza en otra dirección: el trabajo que hay que hacer y la perfección con que se realiza. Por lo que se refiere a los "objeti­vos" de la acción, no importa mucho ni cómo les va ni cómo se sienten. Sí es importante, sin embargo, la rapidez y la eficiencia con que el actor hace lo que sus superiores le han dicho que haga. Y, sobre esto último, sus supe­riores son la autoridad más competente y natural. Esta circunstancia forta­lece aún más el dominio de los superiores sobre los subordinados. Además de dar órdenes y castigar la insubordinación, también emiten juicios morales, el único juicio moral que cuenta para la autoestima del individuo.

Los comentaristas han subrayado repetidamente que los experimentos de Milgram podían estar influidos por la convicción de que la acción la exigía el interés de la ciencia, una autoridad sin duda alta, raramente atacada y por lo general moralmente cualificada. Lo, señala, sin embargo, es que más que a cualquier otra autoridad, la opinión pública le permite a la ciencia que practique el éticamente odioso principio de que el fin justifica los medios. La ciencia es el ejemplo absoluto de la disociación entre el fin y los medios que es el ideal de la organización racional de la conducta humana. Solo los fines los que son objeto evaluación moral, no los medios. Ante las expresiones de angustia moral, los experimentadores siempre contestaban con una fórmula rutinaria, insípida y suave: "No producirá daños permanentes a los tejidos”. A la mayor parte de los participantes les encantaba aceptar este consuelo y prefería no pensar en las posibilidades que esta fórmula dejaba a un lado (las más notables, la virtud moral del daño temporal a los tejidos o simplemente la agonía del dolor). Lo que les importaba era la noticia tranquilizadora de que alguien "de arriba" había meditado sobre lo que es y no es éticamente aceptable.
Dentro del sistema burocrático de autoridad, el lenguaje de la moralidad adquiere un nuevo vocabulario. Está plagado de conceptos como lealtad, deber y disciplina, todos ellos señalando a los superiores con objeto supremo de preocupación moral y, al mismo tiempo, la más elevada autoridad moral. De hecho, todo converge: lealtad implica realizar las propias tareas tal y como las define el código de disciplina. Como convergen y se refuerzan mutuamente, crece su poder como preceptos morales hasta el punto en que pueden inutilizar y dejar de lado todas 1as otras consideraciones morales, en especial las cuestiones éticas ajenas a las preocupaciones por la reproducción del sistema de autoridad. Se apropian y utilizan en interés de la burocracia y monopolizan todos los habituales medios sociopsíquicos de la autoregulación. Como dice Milgram, "la persona subordinada siente orgullo o vergüenza, dependiendo de lo bien que haya realizado las acciones exigidas por la autoridad ... El superego pasa de una evaluación de la bondad o la maldad de los actos a una valoración de lo bien o mal que uno funciona dentro del sistema de autoridad".
Lo que se sigue es que, al contrario de la interpretación generalmente sostenida, un sistema de autoridad burocrático no milita en contra de las normas morales como tales y tampoco las deshecha como esencialmente irracionales, como presiones afectivas que contradicen la fría racionalidad de una acción auténticamente eficiente. Por el contrario, las utiliza o, más bien, las reutiliza. La doble hazaña de la burocracia es la moralización de la tecnología unida a la negación del significado moral de las cuestiones no tecnológicas. Es la tecnología de la acción, no su sustancia, lo que es el sujeto de la valoración como bueno o malo, apropiado o inapropiado, correcto o incorrecto. La conciencia del actor le dice que actúe bien y le incita a medir su diligencia por la precisión con que obedece las normas organi­zativas y su dedicación a las tareas tal y como las definen sus superiores. Lo que mantuvo a raya a la otra conciencia, "pasada de moda", de los suje­tos de los experimentos de Milgram y detuvo con efectividad sus impulsos de terminar con su participación fue la conciencia sustituta, formada por los experimentadores basándose en los "intereses de la investigación" o en las "necesidades del experimento" y en las advertencias sobre los perjuicios que causaría su interrupción. En el caso de los experimentos de Milgram, la conciencia sustituta se había formado precipitadamente (ningún individuo participó en el experimento durante más de una hora) y, sin embargo, demostró que era asombrosamente efectiva.
Existen pocas dudas de que la sustitución de la moralidad de la sustancia por la moralidad de la tecnología la facilitó mucho el cambio entre la proximidad del sujeto a los objetivos de la acción y su proximidad a la fuente de autoridad de la acción. Con asombrosa coherencia, los experimentos de Milgram demostraron la dependencia positiva entre la efectividad de la sus­titución y la lejanía (más técnica que física) del sujeto de los efectos finales de sus acciones. Un experimento, por ejemplo, demostraba que cuando "al sujeto no se le ordenaba oprimir el botón que aplicaba una descarga a la víctima sino, simplemente, realizar un acto previo ... antes de que otro sujeto produjera la descarga ... 37 adultos de 40 ... seguía hasta el nivel más alto de descarga" (uno marcado en la mesa de control como "muy peligroso XX”. La conclusión de Milgram es que resulta fácil cerrar los ojos ante la responsabilidad cuando uno es un eslabón intermedio en una malas acciones pero se encuentra alejado de las consecuencias finales de la acción. A un eslabón intermedio de la cadena de malas acciones, su intervención le parecerá que es como algo técnico. El efecto inmediato acción es otra tarea técnica, hacer algo al aparato eléctrico o a la papel que se encuentra en el escritorio. El vínculo causal entre su el sufrimiento de la víctima es confuso y se puede pasar por alto con un esfuerzo relativamente pequeño. De este modo, el "deber" y la "disciplina” no se tienen que enfrentar con un competidor serio.


La responsabilidad flotante

El sistema de autoridad en los experimentos de Milgram era simple pocos niveles. La fuente de autoridad del sujeto, el experimentador, e director supremo del sistema, aunque el sujeto no lo sabía. Desde su pu de vista, el experimentador actuaba de intermediario, su poder se lo confería otra autoridad más elevada, general e impersonal, la "ciencia" o la "investigación". La simplicidad de la situación experimental repercutía en la claridad de los descubrimientos. Traslucía que el experimentador le había conferido al sujeto autoridad sobre sus actos, y la autoridad, de hecho, residía en las órdenes del experimentador, la autoridad final, la que no requería autorización o sanción de otras personas situadas en un lugar más elevado de la jerarquía del poder. El centro, por lo tanto, era la disposición del sujeto a renunciar a su propia responsabilidad por lo que había hecho y, en espe­cial, por lo que estaba a punto de hacer. Para esta disposición, era decisivo el acto de conceder al experimentador el derecho a exigir cosas que el suje­to no haría por propia iniciativa, incluso cosas que no haría nunca. Acaso esta concesión tenía sus raíces en la suposición de que, por alguna lógica oscura, desconocida e insondable para el sujeto, las cosas que el experimen dor le pedía que hiciera eran correctas aunque le parecieran mal al no ini­ado. Acaso no se le concedía ni un pensamiento a esa lógica, ya que la voluntad de la persona autorizada no necesitaba de ninguna legitimación a los ojos del sujeto. El derecho a mandar y el deber de obedecer eran sufi­entes. Lo que sabemos con seguridad, gracias a Milgram, es que los sujetos de sus experimentos seguían cometiendo actos que reconocían que eran crueles únicamente porque se lo ordenaba una autoridad que ellos acepta­ban y que tenía la responsabilidad final de sus acciones. "Estos estudios confirman un hecho esencial: el factor decisivo es la respuesta a la autoridad y no la respuesta a una orden concreta de administrar una descarga eléctrica. Las órdenes que tienen su origen fuera de la autoridad pierden toda su fuer­za ... Lo que cuenta no es lo que hagan los sujetos sino por quién lo hacen. Los experimentos de Milgram revelaron el mecanismo de la responsabilidad trasladada en su forma más pura, prístina y elemental.
Una vez que la responsabilidad se ha trasladado del consentimiento del actor al derecho del superior a mandar, el actor se encuentra en un estado de intermediario, una situación en la que él pone en práctica los deseos de otra persona. El estado de intermediario es lo opuesto al estado de autonomía. (Como tal, es prácticamente sinónimo de heteronomía, aun-que comunica además la implicación de la propia definición del actor y sitúa las fuentes externas del comportamiento del actor, las fuerzas detrás de su dirección por parte de otro, precisamente en un punto específico de la jerarquía institucional). En el estado de intermediario, el actor se encuentra totalmente en armonía con la situación tal y como la define y controla la autoridad superior. Esta definición de la situación incluye la descripción del actor como agente de la autoridad.
El traslado de la responsabilidad es, sin embargo, de hecho un acto ele-mental, una unidad o ladrillo de un proceso muy complejo. Es un fenó­meno que se produce en el estrecho espacio que existe entre un miembro del sistema de autoridad y otro, un actor y su inmediato superior. A causa de la simplicidad de su estructura, los experimentos de Milgram no buscan las consecuencias posteriores de esta responsabilidad trasladada. En especial, como se ha centrado intencionadamente el microscopio en las células básicas de organismos complejos, no se pueden postular nes "orgánicas", tales como de qué manera será la responsabilid crática una vez que la responsabilidad trasladada se produzca mente y a todos los niveles de su jerarquía.
Podemos suponer que el efecto global de este traslado continuo de la responsabilidad sería una responsabilidad flotante, una situación que todos y cada uno de los miembros de la organización están co dos, y así lo dirían si se les preguntara, de que habían estado sometidos voluntad de otro, pero los miembros señalados como portadores de la ridad echarían el muerto a otro a su vez. Podemos decir que la organización en su conjunto es un instrumento para eliminar toda responsabilidad enmascaran los vínculos causales de las acciones coordinadas y el si hecho de que se enmascaren es uno de los factores más importantes efectividad. La perpetuación colectiva de acciones crueles la facilita el h de que la responsabilidad es esencialmente "algo suelto", mientras que todos los que participan en estos actos están convencidos de que reside en la "autoridad competente". Esto significa que esquivar la responsabilidad n simplemente una estratagema a posteriori utilizada como excusa con niente por si acaso surgen acusaciones sobre la inmoralidad o, peor toda la falta de legitimidad de una acción. La responsabilidad sin compromso sin ataduras, es la condición primera de los actos inmorales o ilegítimos q tienen lugar con la participación obediente o incluso voluntaria de person normalmente incapaces de romper las reglas de la moralidad convencional La responsabilidad sin compromiso significa, en la práctica, que la autoridad moral, como tal, ha quedado incapacitada sin que se haya producido abiertamente un enfrentamiento o un rechazo.

El pluralismo del poder y el poder de la conciencia

Como en todos los experimentos, los estudios de Milgram se llevaron a cabo en un entorno artificial diseñado a propósito. Se diferenciaba del contexto de la vida cotidiana en dos aspectos importantes. En primer lugar, el vínculo de los sujetos con la "organización" (el equipo de investigación y la universidad a la que pertenecía) era fugaz y a propósito para e1 caso, y se sabía por adelantado que sería así. En segundo, en la mayor arte de los experimentos se enfrentaba al sujeto a un superior solamente, un superior que actuaba como un auténtico epítome de la coherencia y la firmeza de forma que los sujetos percibían los poderes que autoriza­ban su conducta como monolíticos y totalmente seguros por lo que se refiere al objetivo y significado de la acción. Ninguna de las dos condi­ciones se suele encontrar en la vida normal. Hay que pensar en la posibi­lidad, por lo tanto, dé hasta qué punto pueden haber influido, caso de haberlo hecho, en el comportamiento de los sujetos de una manera que no cabe esperar en circunstancias normales.
Empezaremos con el primer punto: el impacto de la autoridad, tan con­vincentemente demostrado por Milgram, habría sido más profundo todavía si los sujetos hubieran estado convencidos de la permanencia de sus vínculos con la organización que representaba la autoridad o, por lo menos, convencidos de que la posibilidad de esa permanencia era real. Otros factores adicionales, ausentes por razones evidentes en el experi­mento, podían entonces haber pasado a formar parte del experimento, fac­tores como la solidaridad y la sensación de obligación mutua (la sensación de "no puedo defraudarles"), que se pueden desarrollar entre los miembros de un equipo que están unidos y resuelven los problemas comunes durante mucho tiempo, la reciprocidad difusa (servicios que se ofrecen voluntariamente a otros miembros del equipo con la esperanza, aunque sólo sea medio inconsciente, de recibir una "contrapartida' en un momento sin especificar del futuro o simplemente que produzcan una buena disposición por parte de un colega o superior que también puede ser en un momento sin especificar del futuro), y, lo más importante de todo, la rutina (una secuencia de comportamiento que pasa a ser un hábito y que convierte el cálculo y la elección en algo superfluo y, en consecuencia, hace que las pautas de acción establecidas sean prácticamente inatacables incluso sin posteriores refuerzos). Parece probable que estos factores y otros semejantes sólo refuerzan las tendencias observadas por Milgram. Estas ten nen del contacto con una autoridad legítima y los factores arriba ciertamente consolidan esa legitimidad que sólo se puede incrementar durante un lapso de tiempo lo suficientemente largo permitir que se desarrolle una tradición y para que surjan pautas de cambio informales y multifacéticas entre los miembros.
La segunda diferencia con las condiciones normales, sin embargo; influyó en las reacciones observadas ante la autoridad de una no es esperable en la vida cotidiana. En las condiciones artificiales que Milgram controlaba cuidadosamente había una fuente de autoridad y sólo una y ningún otro marco de referencia de la misma categoría (o simplemente, otra opinión autónoma) con la cual el sujeto pudiera cotejar la orden con el fin de probar su validez con algo así como una objetiva. Milgram sabía que existía la posibilidad de que hubiera una distorsión en el carácter artificialmente monolítico que debe tener la autoridad. Para descubrir el grado de distorsión, añadió, al proyecto varios experimentos en los que se enfrentaba a los sujetos a más de un experimentador y dio instrucciones a los experimentadores para que se mostraran abiertamente en desacuerdo y discutieran la orden. El resultado fue autenticamente pasmoso: la obediencia servil observada en los otros experimentos desapareció sin dejar rastro. Los sujetos ya no estaban dispuestos a participar en acciones que les disgustaban. Y ciertamente no iban a producir sufrimientos ni siquiera a las víctimas desconocidas. De los veinte sujetos de este experimento adicional, uno abandonó antes de que comezara el desacuerdo representado por los dos experimentadores, dieciocho se negaron a cooperar ante la primera señal de desacuerdo y el último decidió no participar una etapa después. "Está claro que el desacuerdo entre las autoridades paralizó la acción completamente".
El significado de la rectificación es evidente: la disponibilidad para actuar en contra del propio parecer y desoyendo la voz de la conciencia no sólo es función de una orden autoritaria, sino que es el resultado del contacto con una fuente de autoridad inequívoca, monopolista y firme. Lo más probable es que esta disponibilidad aparezca en el seno de una organización que no permita ninguna oposición y no tolere ninguna autonomía y en la que no a ninguna excepción en la jerarquía lineal de subordinación, es decir , una organización en la que no haya dos miembros que tengan el mismo poder (la mayor parte de los ejércitos, instituciones penitenciarias, partidos y movimientos totalitarios, ciertas sectas y escuelas se acercan a este tipo ideal). Esta organización, sin embargo, es probable que sea efectiva en una las dos situaciones. Puede aislar a sus miembros del resto de la sociedad después de haber concedido, o usurpado, un control estricto sobre todas o casi todas las necesidades y actividades cotidianas de sus miembros (y así aproximarse al modelo de Goffman de las instituciones totales) de forma que queden eliminadas todas las posibles influencias de otras fuentes de autoridad que le hagan la competencia. O puede ser simplemente una de ramas de un Estado totalitario o cuasi totalitario que transforme a todos sus organismos en reflejos unos de otros.
Como dice Milgram, sólo cuando se tiene…una autoridad que… funciona en un campo libre, sin otras presiones compensatorias que las protestas de las víctimas, se obtiene la respuesta más pura ante la autoridad. En la vida real, por supuesto, se combinan una gran cantidad de presiones compensatorias que se anulan unas a otras. Lo que Milgram puede que­rer indicar con "vida cotidiana' es la vida en una sociedad democrática y fuera de una institución total. La conclusión más importante de todo el grupo de experimentos de Milgram es que el pluralismo es la mejor medicina preventiva para evitar que personas moralmente normales participen de acciones moralmente anormales. Los nazis tuvieron que destruir primero todos los vestigios del pluralismo político para poner en marcha proyectos como el Holocausto, en el que había que calcular entre los recursos necesarios (y disponibles) la esperada disponibilidad de personas corrien­tes para participar en acciones inhumanas. En la URSS, comenzó la des­trucción sistemática de los enemigos del sistema, reales y putativos, en serio sólo después de que se extirparan los residuos de la autonomía social y, en consecuencia, el pluralismo político que reflejaban. A menos que se haya eliminado el pluralismo a escala de toda la sociedad, las organizacio­nes con objetivos criminales, que necesitan asegurarse una obediencia absoluta por parte de sus miembros para que cometan actos mente inmorales, se enfrentan con la tarea de erigir sólidas bar ciales para aislar a sus miembros de la influencia “debilitadora" de la diversidad de normas y opiniones. La voz de la conciencia individual en el tumulto de la discordia política y social.

La naturaleza social del mal

Se puede considerar que la mayor parte de las conclusiones siguen de los experimentos de Milgram son simplemente varia sobre un tema central: la crueldad se relaciona con ciertas normas interacción social mucho más íntimamente que con los rasgos de personalidad o con otras características individuales de los perpetradores. La crueldad es social en su origen, mucho más que caracteriológica. Es cierto algunos individuos tienden a ser crueles si se encuentran en un cont que elimina las presiones sociales y legitima la inhumanidad.
Si quedara alguna duda sobre esto después de Milgram, lo más probable es que se desvaneciera una vez se examinaran los resultados de otro experimento, el de Philip Zimbardo. En este experimento se eliminó incluso el factor potencialmente perturbador de la autoridad de una institución universalmente venerada (la ciencia), encarnada en la persona del experimentador. En el experimento de Zimbardo no había ninguna autoridad externa para asumir la responsabilidad de los sujetos. La única autoridad que en último extremo funcionaba en el contexto experimental de Zimbardo la generaban los propios sujetos. Lo único que hizo Zimbardo fue definir el proceso separando a los sujetos en posiciones dentro de una pauta de interacción codificada.
En el experimento de Zimbardo (estaba planificado para que durara una quincena, pero se detuvo después de una semana por miedo de que produjera un daño irreparable en el cuerpo y la mente de los sujetos) se dividió a los voluntarios al azar en prisioneros y guardias de la prisión. Se dieron a los dos bandos los distintivos que simbolizaban su situación. Los prisioneros, por ejemplo, llevaban gorras muy ceñidas que simulaban cabezas afeitadas y unas togas que les daban un aspecto ridículo. Los guar­dias llevaban uniformes y gafas oscuras que les ocultaban los ojos e impe­dían que se los vieran los prisioneros. Se prohibió a los dos bandos que se dirigieran al otro utilizando el nombre. La norma era la impersonalidad más estricta. Había una larga lista de pequeñas reglas invariablemente humillantes para los prisioneros y que los despojaban de su dignidad humana. Éste era el punto de partida. Lo que sucedió sobrepasó con mucho la ingenuidad de los creadores. No había límites para las iniciati­vas de los guardias, varones elegidos al azar, de unos veinte años, y se había investigado cuidadosamente que no mostraran ningún signo de anorma­lidad. Se puso en movimiento una "cadena cismogenética" como la de la hipótesis de Gregory Bateson. La superioridad de los guardias repercutía en la sumisión de los prisioneros que, a su vez, tentaba a los guardias a demostrar más su poder, lo que provocaba más humillación por parte de los prisioneros... Los guardias forzaron a los prisioneros a cantar cancio­nes obscenas, a defecar en cubos que no les habían permitido vaciar pre­viamente y a limpiar los retretes sin guantes. Cuantas más cosas hacían, más convencidos parecían de que la naturaleza de los prisioneros no era humana y menos limitados se encontraban para inventar y aplicar medi­das de un grado de inhumanidad cada vez más espantoso.
La repentina metamorfosis de jóvenes americanos decentes y simpáti­cos en monstruos del tipo de los que se supone que se encuentran en luga­res como Treblinka o Auschwitz es aterradora. Pero también desconcer­tante. Hizo que algunos observadores supusieran que en mucha gente, si no en todo el mundo, hay un hombrecillo de las SS dispuesto a salir (Amitai Etzioni sugirió que Milgram había descubierto al "Eichmann latente oculto en el hombre corriente"). John Steiner acuñó el concepto de durmiente para designar la capacidad de crueldad normalmente aletargada pero que a veces se despierta.
El efecto durmiente se refiere a esa característica latente de la personalidad de los individuos con tendencia a la violencia, tales como autocratas, tiranos y terroristas, cuando se establecen las adecuadas relaciones. Entonces, el durmiente se levanta de la fase normativa de sus pautas de comportamiento y se activan las características aletargadas de las personas propensas a la violencia. En cierto modo, todas las son durmientes, ya que todas tienen un potencial violento que activar en condiciones específicas.

Y, sin embargo, clara e indudablemente, la orgía de violencia que cogió por sorpresa a Zimbardo y sus colegas tenía su origen en una disposición social viciosa y no en la perversidad de los participantes. Si se hubiera nado a los sujetos del experimento el papel contrario, el resultado sido el mismo. Lo que importaba era la existencia de una polaridad quién estaba en cada uno de los bandos. Lo que importaba era que a nas personas se les había concedido un poder total, exclusivo y sin freno sobre otras. Si hay un durmiente en cada uno de nosotros, puede seguir do dormido siempre, si no se produce una situación semejante. Y nunca tendremos noticias de su existencia.
Por lo que parece, el punto más triste es la facilidad con la que la m parte de las personas se adapta al papel que exige crueldad o, por lo menos, ceguera moral, aunque no lo haya legitimado una autoridad superior. Parece que el concepto de durmiente, debido a la frecuencia pasmosa con que se producía esa "adaptación al papel" en todos los experimentos, ha dejado de ser un accesorio metafísico. No nos hace falta para explicar la conversión en masa a la crueldad. Sin embargo, el concepto es importante por lo que se refiere a los casos relativamente raros de indivi­duos que encontraron la fuerza y el coraje de resistirse a las órdenes de la autoridad y negarse a ponerlas en práctica una vez descubrieron que eran contrarias a sus convicciones. Algunas personas corrientes, por lo general respetuosas de la ley, sin pretensiones, poco rebeldes y aventureras, se enfrentaron a los que ostentaban el poder y, sin tener en cuenta las consecuencias, dieron prioridad a su propia conciencia, lo mismo que las pocas personas que actuaron por su cuenta y, desafiando al poder omnipotente y sin escrúpulos y arriesgándose a la pena capital, intentaron salvar a las víctimas del Holocausto. Buscaríamos en vano "determinantes" sociales, políticos o religiosos de su singularidad. Su conciencia moral, ale­targada en ausencia de una ocasión para la militancia hasta que no se pro­dujo, era auténticamente su propio atributo y su posesión, a diferencia de la inmoralidad que se produjo a nivel social.
Su capacidad para resistirse al mal fue un "durmiente" la mayor parte de su vida. Podía haber seguido dormido siempre y no lo habríamos sabi­do. Pero esta ignorancia sería una buena noticia.

LA ESTRUCTURA DE LAS IDEOLOGÍAS

por Gonzalo Puente Ojea.

[...] Todas las clases sociales, en una situación histórica dada, participan de la ideología dominante, aunque desde intereses opuestos y mentalidades diferentes. Lo que denomino horizonte utópico de la ideología es compartido tanto por las clases dominantes como por las clases dominadas, si bien para las primeras ese horizonte funciona como referencia legitimadora de unos privilegios, mientras que para las segundas opera como explicación de su actual condición subordinada y, a la vez, como garantía de la expectativa de una satisfacción final de aspiraciones insatisfechas en el presente. Sin un contexto utópico, la conciencia de las clases dominantes acusaría una debilidad congénita que las tornaría psicológica y políticamente muy vulnerables. Sólo ese contexto les permite mecerse en ilusiones capaces de velar eficazmente para sí mismas el verdadero carácter de su dominación. Igualmente, la conciencia de las clases explotadas carecería, sin ese horizonte utópico, de los mecanismos alienatorios indispensables para su integración consensual —incluso si es mínima— en el orden vigente. No es cierto que en cada situación histórica considerada como un orden social dado, las clases dominantes y las clases dominadas se confinen en esquemas mentales irreductibles y mutuamente excluyentes [...]
[...] Las formaciones ideológicas en general constituyen totalidades orgánicas complejas, integradas por dimensiones y perspectivas frecuentemente dispares —incluso incoherentes— desde el punto de vista de un intento de construcción lógica abstracta. Esas dimensiones y perspectivas, aunque subsumidas en modelos teóricos más o menos racionales y formalizados, jamás alcanzan el grado de coherencia interna y de consecuencia lógica característico de los modelos abstractos que construye la lógica formal de ciertas disciplinas científicas. En el cuerpo de todo gran sistema ideológico pueden siempre detectarse dos sectores relativamente autónomos, aunque se presenten íntimamente fundidos en la totalidad del sistema: a) las formulaciones que tematizan teóricamente y reflejan directamente las situaciones reales de dominación que constituyen la estructura económica, social y política de la sociedad correspondiente; b) las formulaciones que pretenden, de modo preferentemente axiomático, validar o legitimar los enunciados de a), en cuanto que estos últimos representan simples aserciones que expresan discursivamente —en forma legal, retórica, etc.— el sentido de las situaciones sociales reales en función de los intereses de la clase dominante.
Ahora bien, las formulaciones de b) son, en general, proposiciones axiológicas formuladas de modo axiomático que funcionan en el seno de las ideologías como el horizonte utópico de éstas; es decir, como su discurso legitimador, su point d’honneur, en el contexto de opciones éticas que aspiran a obtener el consensus general en la sociedad en cuestión. Lo que importa es advertir que dicho horizonte utópico cumple en todo sistema ideológico una doble función: de una parte, pretende integrar la enunciación teórica de las situaciones sociales reales —situaciones de dominación y dependencia— en un contexto ético convalidante, aunque la relación de consecuencia lógica de aquella enunciación respecto de este contexto no sólo no resulte patente, sino que venga a manifestarse como paradójica —y aun contradictoria; de otra parte, intenta elevar a la condición de postulados indispensables aquellas opciones axiológicas que expresan, en el seno de la sociedad correspondiente, los presuntos intereses sociales generales o comunes —es decir, aquellos intereses abstractos e inocentes de todo individuo qua individuo, o de todos los miembros, sin discriminación, que ostenten las notas de pertenencia al grupo étnico o social de que se trate—, al margen de la situación de clase en que cada uno se encuentre. Esta presunta generalización axiológica de los intereses sociales abstractos e inocentes —que en toda sociedad de clases son el producto de una ficción teórica— desempeña el papel fundamental que consiste en sustituir ilusoriamente la satisfacción real de las necesidades e intereses concretos de las clases negativamente discriminadas —clases explotadas— por una retórica sancionadora de los valores que tiende a consagrar el consensus social, y por una concepción del mundo de carácter fantástico o mítico que brinda satisfacciones vicarias de las verdaderas necesidades.
Sin la formalización teórica de un horizonte utópico en el que se inscribe toda ideología, la función de las formas ideológicas resultaría constitutivamente imposible, pues la esencia de su definición consiste en el enmascaramiento: la función de oscurecer o velar el significado real de las situaciones sociales, en virtud de enunciados intelectuales que reflejan y disimulan, a la vez, dichas situaciones. El conjunto de esos enunciados o aserciones —que traducen adecuadamente los intereses de la clase dominante— se manifiesta en el contexto de referencias legitimadoras generales que tienden a neutralizar, por la vía del discurso, los rigores de la realidad social efectiva, ocultando a las clases explotadas las condiciones de su verdadera situación. Este discurso entraña un proceso inconsciente y constante de manipulación de los diversos enunciados, de índole frecuentemente paralógica o sofística, y se apoya siempre —más o menos— en supuestos arbitrarios incompatibles con la realidad objetiva. El consensus social así logrado se basa sobre unos supuestos que suplantan y consagran simultáneamente las opciones reales de valor tal como aparecen plasmadas en el orden institucional vigente. La función de las ideologías en cuanto proyección de intereses de clase adopta con frecuencia una apariencia desorientadora, pues el horizonte utópico que toda ideología asume como su point d’honneur, como su coartada moral, suele ofrecer una axiología que puede pasar engañosamente por defensa de los intereses correspondientes a la masa explotada. Para aislar eventualmente el sentido real de la función ideológica, puede emplearse el conocido argumento cui prodest?, que emplea la jurisprudencia. En efecto, si el horizonte utópico de una ideología postula, por ejemplo, principios de concordia universal, de justicia distributiva en el seno del orden público vigente, de libertad sin violencia, de equidad en la fraternidad humana, de fiel cumplimiento del deber de cada uno como vía para la sociedad justa, de benevolencia universal, etc. —y, sobre todo, si habla de ideales y niega la existencia de ideologías— entonces se está en presencia de una racionalización ética del status quo económico y social, de una retórica que, en fórmulas de filantropía universal, enmascara la protección del orden de dominación existente. Igualmente, toda ideología que condena radicalmente la violencia apoyándose en presuntos axiomas éticos —derecho a la vida, igualdad en la libertad, etc.— tiende a eliminar de la definición de violencia todas las situaciones de lo que se ha denominado acertadamente violencia institucionalizada. En todos estos casos, la interrogación ¿a quién se favorece? nos devela fácilmente cuál es la clase social que utiliza ese horizonte utópico para encubrir una temática ideológica institucional que consagra su posición de dominación.
La función enmascaradora de las ideologías se manifiesta, como ya se ha visto, en los fenómenos de inversión, consistentes en una lectura de la realidad según esquemas ideales; es decir, en interpretar situaciones conflictivas como situaciones armónicas, etcétera. Precisamente estos fenómenos de inversión son los que permiten alojar las aserciones ideológicas de la realidad dentro del horizonte utópico, sin el cual las ideologías serían imposibles en términos de su propia definición. Este horizonte se designa como utópico porque no halla la menor posibilidad de realizarse en la sociedad correspondiente, y porque se limita a otorgar a la ideología que lo mediatiza una respetabilidad ideal indispensable para su propia existencia práctica. Pero esa connotación utópica del horizonte que circunscribe la temática ideológica concreta no es representada como tal por los exponentes de la ideología, sino como el universo de valores que inspira legitima esta temática concreta, pues la temática de las situaciones sociales reales se postula teóricamente como una encarnación o proyección de dicho horizonte. Esta función legitimadora de las ideologías comporta la doble virtualidad funcional de enmascarar las contradicciones del sistema y de resistir a todo proyecto de cambio estructural. En la existencia de un horizonte utópico que se exhibe como no-utópico radica justamente la diferencia esencial entre el concepto de utopía que se utiliza en este estudio y el concepto tal como lo define Mannheim. Mientras que para éste la utopía afirma los valores que la ideología vigente niega, definiéndose ambas por exclusión entre sí, en el presente estudio la utopía aparece en el horizonte de toda ideología en cuanto versión plena de los valores que ésta dice postular. Aunque la pretensión de fidelidad a ese horizonte es puramente verbal en la práctica ideológica —y resulta desmentida en el mundo de los hechos sociales—, la existencia del consensus en toda sociedad sería inconcebible si se perdiera de vista esa estructura dual de las ideologías, articuladas siempre en dos niveles: el horizonte utópico y la temática ideológica concreta, ambos en permanente tensión entre sí, pero representados por los mentores ideológicos de la sociedad en cuestión como complementarios y coherentes —el uno fundamenta axiológicamente la cristalización institucional en que consiste el otro. Es así constitutivo de toda ideología asumir un horizonte utópico en el que se integra y convalida el conjunto de sus formulaciones, de tal manera que las situaciones de dominación y dependencia puedan insertarse, con un grado mayor o menor de verosimilitud, en un contexto axiológico ilusoriamente aceptable para las clases negativamente discriminadas en cuanto víctimas de los procesos de alienación de la conciencia, sin los cuales la explotación no es posible a largo plazo.
Para ilustrar someramente esta naturaleza peculiar de las ideologías, basta pensar en el contraste entre la trilogía axiológica de la revolución burguesa —libertad, igualdad, fraternidad—, que funcionaba como horizonte utópico, y las relaciones de explotación que instauró efectivamente en el plano de la temática concreta —propiedad privada de los instrumentos de producción, trabajo asalariado, extorsión de la plusvalía, democracia formal de ciudadanos económicamente desiguales, etc. Pero aunque la antítesis final entre aquel horizonte y esta temática es manifiesta, hilos invisibles vinculan ambos niveles mediante los conocidos procesos de enmascaramiento e inversión, confiriendo a la ideología burguesa una notable eficacia para cimentar un consensus social de innegable solidez durante un largo período histórico. Basta pensar también en la antítesis entre los supuestos axiológicos del estoicismo —la kosmopolis de ciudadanos libres e iguales— y las estructuras de dominación de la sociedad esclavista. O en la ética del cristianismo —la moral del amor entre los hijos de Dios, iguales y libres— frente a las sucesivas estructuras de explotación asentadas sobre aquella ética. Sin el respectivo contexto utópico, dichos sistemas ideológicos hubieran resultado sencillamente inviables.
Conviene recordar que en el contexto ideológico de toda sociedad existen siempre, al lado de la ideología principal, subideologías y contraideologías; las primeras, tematizando sectores particulares del sistema ideológico dominante que no habían recibido la debida atención o que habían quedado relegados en el curso de la ordenación jerárquica de los intereses dominantes; las segundas, intentando realizar efectivamente los contenidos del horizonte utópico que sólo cumplen en el seno de la ideología dominante una función retórica y enmascaradora, base de las formas vicarias de satisfacción psicológica de las clases explotadas. Las contraideologías, al mismo tiempo que hunden sus raíces en el sector utópico de la ideología dominante, tienden a alejarse paulatinamente de esta última y a denunciar su insinceridad radical. Pero sólo cuando una de esas contraideologías es la proyección de intereses de una clase ascendente con conciencia de su fuerza y capacidad de poner en cuestión las relaciones de producción vigentes, sólo entonces adquiere el rango de ideología revolucionaria en sentido propio: se trata entonces de una ideología concurrente, y no del mero producto mental de sectores o grupos insularizados y sin vigor para poner en peligro el consensus general sustentado por la ideología dominante. Una ideología revolucionaria es la ideología de una clase favorecida por el desarrollo de las fuerzas productivas, o al menos estimulada por la dialéctica de las fuerzas reales en una situación histórica determinada [...] Esa clase suele caracterizarse por la conciencia de su propio poder y de su capacidad de construir un modelo de organización que niegue y sustituya al modelo vigente —aunque a esa conciencia no correspondan posibilidades objetivas para la realización de dichas metas. La ideología revolucionaria no se limita a denunciar la insinceridad de la ideología dominante, ni a asumir sin discusión su horizonte utópico, sino que inicia la crítica radical de los fundamentos especulativos de ese horizonte y de las contradicciones a que conduce en sus pretensiones de realización práctica. Tampoco se propone desenmascarar la ideología dominante en un sentido absoluto —qua ideología—, pues esta tarea corresponde sólo al nivel histórico del modo de producción del capitalismo industrial moderno —que produce el proletariado como anticlase radical y cancelador de la ilusión ideológica—, sino la misión más modesta de desmontar teórica y prácticamente los mecanismos sociales instituidos, mostrando su incompatibilidad con los axiomas éticos que pretenden legitimarlos. Al develar la naturaleza de los mecanismos por los que la clase dominante ejerce su señorío y su explotación, evidencia el carácter ilusorio de la retórica ideológica, exhibe sus contradicciones y arruina así los cimientos del consensus vigente.
Ahora bien, las ideologías revolucionarias, una vez triunfantes, construyen, como toda ideología, modelos de explicación intelectual de la realidad que entrañan un nuevo enmascaramiento, pues los intereses de la nueva clase buscan una protección tan efectiva como la que disfrutaban los intereses de la clase suplantada. En la fase de la conquista del poder, la ideología revolucionaria se presenta como un todo coherente en el que predomina intensamente el horizonte utópico de la protesta, quedando apenas esbozada la temática institucional que más tarde ha de consagrar las posiciones de dominación de la clase ascendente. Pero entonces la ideología deja de ser revolucionaria, pues la institucionalización de una revolución de clase es sólo la muralla protectora contra la idea misma de revolución, frente a las clases dominadas. La clase revolucionaria en su fase ascendente sabe que le es indispensable el apoyo activo de las demás clases relegadas por el orden vigente, mediante su movilización en un frente común contra este orden. Así, la formulación de la ideología revolucionaria en la fase de conquista manifiesta una generalidad y ambigüedad suficientes para seducir a múltiples estratos sociales con intereses divergentes pero unidos en su común repudio de las actuales clases dominantes. Sólo cuando la clase ascendente revolucionaria ha triunfado y asumido el poder, comienza la ideología revolucionaria a dejar de serlo y a transformarse en ideología conservadora del nuevo orden social. Se inicia entonces un proceso de polarización —más o menos intenso— entre el horizonte utópico de la ideología —que tiende a preservar el atractivo revolucionario de su alto ideario ético— y la temática concreta —que consagra progresivamente, en el plano de los mores, las instituciones y los códigos jurídicos, las nuevas formas de explotación económica, social y política. La nueva clase usufructuaria de la revolución sólo descubre après coup el sentido de su juego. El horizonte utópico constituye, una vez más, los cimientos del nuevo consensus, pero su energía integradora va debilitándose a medida que una nueva clase ascendente comienza a apuntar en la aurora de nuevos fastos históricos.
[...] Las utopías pueden servir ocasionalmente para expresar simbólicamente la voluntad revolucionaria de ciertos grupos sociales residuales, que justamente, por no integrar una clase social ascendente, sólo son capaces de acciones desesperadas sin futuro [...] Esos grupos sociales juegan un papel muy secundario en la dinámica del cambio de las estructuras socioeconómicas, y su valor principal reside en su condición de síntomas visibles de la erosión del sistema ideológico vigente, y en su carácter testimonial de la pervivencia de ciertas corrientes ideológicas antiguas que quedaron marginadas del proceso histórico. El movimiento subversivo de esos grupos —y el fenómeno de las herejías cristianas es muy ilustrativo a este respecto— refleja el hondo desarraigo de la conciencia de sus miembros, situados en condiciones de absoluta imposibilidad histórica de éxito, toda vez que no suelen moverse en el amplio cauce de una clase social ascendente.
Cuando Marx declaró que cada época se plantea sólo los problemas que puede resolver, expresó elípticamente la irrelevancia de los productos del género Utopía en cuanto categoría histórico-sociológica. Sólo las producciones mentales que reflejan un cierto nivel de la dialéctica histórica intereses-ideas, de un lado, y relaciones de producción-formas de conciencia, del otro, tienen pertinencia social y constituyen instancias efectivas en el proceso histórico, adquiriendo rango de ideologías en cuanto factores básicos de la situación —tanto para su estabilidad como para su cambio. Los portadores de las ideologías, al contrario de lo que sucede con las abstracciones de los utopistas, son las clases sociales; por lo cual, las ideologías son las formas mentales que aparecen en la escena del movimiento real de la historia en cuanto historia material de los hombres.
Las ideologías revolucionarias, que emergen por lo general como exponentes del conflicto de una clase ascendente con una clase dominante, pueden limitarse eventualmente a reflejar la oposición a una situación de dominación externa, es decir, la dominación de un pueblo por otro en términos que se manifiestan como insufribles para el pueblo dominado. Este fenómeno de dominación ab extra es el que caracteriza la situación de dependencia colonial o dominación imperialista, en virtud de la cual una comunidad o grupo étnico con conciencia nacional es sojuzgado por un poder extranjero. Se trata de un fenómeno específico en el ámbito del análisis ideológico. En estas situaciones, la totalidad del pueblo dominado tiende a afirmar —sin perjuicio de la peculiar dinámica de clases en su entorno propio— el interés colectivo por su emancipación y a producir una ideología revolucionaria nacional. Esta ideología, no obstante, tiende a amalgamar los intereses colectivos del pueblo o comunidad étnica, en cuanto tales, con los intereses de clase de los estratos sociales ascendentes del pueblo dominado. Las formas en que se combina el factor nacional y el factor social son múltiples y dependen de la coyuntura histórica en que se sitúe el fenómeno emancipatorio. Un caso especial de este tipo de ideologías es el movimiento mesiánico en la Palestina anterior al año 70 d.C. En nuestros días, este fenómeno ha tenido una rica floración en los movimientos anticolonialistas y antiimperialistas de carácter nacional.
Finalmente, adviértase que la interpretación de las ideologías que se propone en este estudio —en cuanto sistemas ideológicos inscritos en horizontes utópicos— permite comprender el progreso en la historia, pues el tránsito de la formación ideológica dominante hasta la subsiguiente se efectúa fundamentalmente a partir de la denuncia de la contradicción entre el horizonte utópico y la temática concreta en el seno de esa ideología dominante. Aunque los factores reales del cambio son, por supuesto, las contradicciones que generan las nuevas fuerzas productivas surgidas en el marco de las relaciones de producción establecidas, la cristalización ideológica de dichas fuerzas toma generalmente la forma de esa denuncia, en cuanto que es posible patentizar la inconsecuencia lógica entre el horizonte utópico y las situaciones reales de explotación. La clase ascendente comienza tomando pie en los axiomas éticos que pregona la clase dominante, y acaba develando el carácter ilusorio de la visión del mundo en que pretenden enraizarse dichos axiomas. Es decir, la radicalización de ese horizonte utópico no sólo destruye la pretensión de fundar en él el orden institucional establecido, sino que transforma el horizonte mismo en sus raíces esenciales, sustituyendo la Weltsanchauung tradicional por otra superior, propia de la nueva clase. El horizonte utópico de la ideología declinante es, así, la bisagra sobre la que gira el proceso del cambio histórico, desde el punto de vista de las ideologías. La intelección del tiempo como progreso no debe tomarse como un postulado del progresismo moral, sino como el resultado de la aplicación de los principios del materialismo histórico.


Gonzalo Puente Ojea, La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (1974)
Fuente: http://www.lahidrademilcabezas.com.ar/Documentos.htm

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