viernes, 9 de enero de 2009

LA ESTRUCTURA DE LAS IDEOLOGÍAS

por Gonzalo Puente Ojea.

[...] Todas las clases sociales, en una situación histórica dada, participan de la ideología dominante, aunque desde intereses opuestos y mentalidades diferentes. Lo que denomino horizonte utópico de la ideología es compartido tanto por las clases dominantes como por las clases dominadas, si bien para las primeras ese horizonte funciona como referencia legitimadora de unos privilegios, mientras que para las segundas opera como explicación de su actual condición subordinada y, a la vez, como garantía de la expectativa de una satisfacción final de aspiraciones insatisfechas en el presente. Sin un contexto utópico, la conciencia de las clases dominantes acusaría una debilidad congénita que las tornaría psicológica y políticamente muy vulnerables. Sólo ese contexto les permite mecerse en ilusiones capaces de velar eficazmente para sí mismas el verdadero carácter de su dominación. Igualmente, la conciencia de las clases explotadas carecería, sin ese horizonte utópico, de los mecanismos alienatorios indispensables para su integración consensual —incluso si es mínima— en el orden vigente. No es cierto que en cada situación histórica considerada como un orden social dado, las clases dominantes y las clases dominadas se confinen en esquemas mentales irreductibles y mutuamente excluyentes [...]
[...] Las formaciones ideológicas en general constituyen totalidades orgánicas complejas, integradas por dimensiones y perspectivas frecuentemente dispares —incluso incoherentes— desde el punto de vista de un intento de construcción lógica abstracta. Esas dimensiones y perspectivas, aunque subsumidas en modelos teóricos más o menos racionales y formalizados, jamás alcanzan el grado de coherencia interna y de consecuencia lógica característico de los modelos abstractos que construye la lógica formal de ciertas disciplinas científicas. En el cuerpo de todo gran sistema ideológico pueden siempre detectarse dos sectores relativamente autónomos, aunque se presenten íntimamente fundidos en la totalidad del sistema: a) las formulaciones que tematizan teóricamente y reflejan directamente las situaciones reales de dominación que constituyen la estructura económica, social y política de la sociedad correspondiente; b) las formulaciones que pretenden, de modo preferentemente axiomático, validar o legitimar los enunciados de a), en cuanto que estos últimos representan simples aserciones que expresan discursivamente —en forma legal, retórica, etc.— el sentido de las situaciones sociales reales en función de los intereses de la clase dominante.
Ahora bien, las formulaciones de b) son, en general, proposiciones axiológicas formuladas de modo axiomático que funcionan en el seno de las ideologías como el horizonte utópico de éstas; es decir, como su discurso legitimador, su point d’honneur, en el contexto de opciones éticas que aspiran a obtener el consensus general en la sociedad en cuestión. Lo que importa es advertir que dicho horizonte utópico cumple en todo sistema ideológico una doble función: de una parte, pretende integrar la enunciación teórica de las situaciones sociales reales —situaciones de dominación y dependencia— en un contexto ético convalidante, aunque la relación de consecuencia lógica de aquella enunciación respecto de este contexto no sólo no resulte patente, sino que venga a manifestarse como paradójica —y aun contradictoria; de otra parte, intenta elevar a la condición de postulados indispensables aquellas opciones axiológicas que expresan, en el seno de la sociedad correspondiente, los presuntos intereses sociales generales o comunes —es decir, aquellos intereses abstractos e inocentes de todo individuo qua individuo, o de todos los miembros, sin discriminación, que ostenten las notas de pertenencia al grupo étnico o social de que se trate—, al margen de la situación de clase en que cada uno se encuentre. Esta presunta generalización axiológica de los intereses sociales abstractos e inocentes —que en toda sociedad de clases son el producto de una ficción teórica— desempeña el papel fundamental que consiste en sustituir ilusoriamente la satisfacción real de las necesidades e intereses concretos de las clases negativamente discriminadas —clases explotadas— por una retórica sancionadora de los valores que tiende a consagrar el consensus social, y por una concepción del mundo de carácter fantástico o mítico que brinda satisfacciones vicarias de las verdaderas necesidades.
Sin la formalización teórica de un horizonte utópico en el que se inscribe toda ideología, la función de las formas ideológicas resultaría constitutivamente imposible, pues la esencia de su definición consiste en el enmascaramiento: la función de oscurecer o velar el significado real de las situaciones sociales, en virtud de enunciados intelectuales que reflejan y disimulan, a la vez, dichas situaciones. El conjunto de esos enunciados o aserciones —que traducen adecuadamente los intereses de la clase dominante— se manifiesta en el contexto de referencias legitimadoras generales que tienden a neutralizar, por la vía del discurso, los rigores de la realidad social efectiva, ocultando a las clases explotadas las condiciones de su verdadera situación. Este discurso entraña un proceso inconsciente y constante de manipulación de los diversos enunciados, de índole frecuentemente paralógica o sofística, y se apoya siempre —más o menos— en supuestos arbitrarios incompatibles con la realidad objetiva. El consensus social así logrado se basa sobre unos supuestos que suplantan y consagran simultáneamente las opciones reales de valor tal como aparecen plasmadas en el orden institucional vigente. La función de las ideologías en cuanto proyección de intereses de clase adopta con frecuencia una apariencia desorientadora, pues el horizonte utópico que toda ideología asume como su point d’honneur, como su coartada moral, suele ofrecer una axiología que puede pasar engañosamente por defensa de los intereses correspondientes a la masa explotada. Para aislar eventualmente el sentido real de la función ideológica, puede emplearse el conocido argumento cui prodest?, que emplea la jurisprudencia. En efecto, si el horizonte utópico de una ideología postula, por ejemplo, principios de concordia universal, de justicia distributiva en el seno del orden público vigente, de libertad sin violencia, de equidad en la fraternidad humana, de fiel cumplimiento del deber de cada uno como vía para la sociedad justa, de benevolencia universal, etc. —y, sobre todo, si habla de ideales y niega la existencia de ideologías— entonces se está en presencia de una racionalización ética del status quo económico y social, de una retórica que, en fórmulas de filantropía universal, enmascara la protección del orden de dominación existente. Igualmente, toda ideología que condena radicalmente la violencia apoyándose en presuntos axiomas éticos —derecho a la vida, igualdad en la libertad, etc.— tiende a eliminar de la definición de violencia todas las situaciones de lo que se ha denominado acertadamente violencia institucionalizada. En todos estos casos, la interrogación ¿a quién se favorece? nos devela fácilmente cuál es la clase social que utiliza ese horizonte utópico para encubrir una temática ideológica institucional que consagra su posición de dominación.
La función enmascaradora de las ideologías se manifiesta, como ya se ha visto, en los fenómenos de inversión, consistentes en una lectura de la realidad según esquemas ideales; es decir, en interpretar situaciones conflictivas como situaciones armónicas, etcétera. Precisamente estos fenómenos de inversión son los que permiten alojar las aserciones ideológicas de la realidad dentro del horizonte utópico, sin el cual las ideologías serían imposibles en términos de su propia definición. Este horizonte se designa como utópico porque no halla la menor posibilidad de realizarse en la sociedad correspondiente, y porque se limita a otorgar a la ideología que lo mediatiza una respetabilidad ideal indispensable para su propia existencia práctica. Pero esa connotación utópica del horizonte que circunscribe la temática ideológica concreta no es representada como tal por los exponentes de la ideología, sino como el universo de valores que inspira legitima esta temática concreta, pues la temática de las situaciones sociales reales se postula teóricamente como una encarnación o proyección de dicho horizonte. Esta función legitimadora de las ideologías comporta la doble virtualidad funcional de enmascarar las contradicciones del sistema y de resistir a todo proyecto de cambio estructural. En la existencia de un horizonte utópico que se exhibe como no-utópico radica justamente la diferencia esencial entre el concepto de utopía que se utiliza en este estudio y el concepto tal como lo define Mannheim. Mientras que para éste la utopía afirma los valores que la ideología vigente niega, definiéndose ambas por exclusión entre sí, en el presente estudio la utopía aparece en el horizonte de toda ideología en cuanto versión plena de los valores que ésta dice postular. Aunque la pretensión de fidelidad a ese horizonte es puramente verbal en la práctica ideológica —y resulta desmentida en el mundo de los hechos sociales—, la existencia del consensus en toda sociedad sería inconcebible si se perdiera de vista esa estructura dual de las ideologías, articuladas siempre en dos niveles: el horizonte utópico y la temática ideológica concreta, ambos en permanente tensión entre sí, pero representados por los mentores ideológicos de la sociedad en cuestión como complementarios y coherentes —el uno fundamenta axiológicamente la cristalización institucional en que consiste el otro. Es así constitutivo de toda ideología asumir un horizonte utópico en el que se integra y convalida el conjunto de sus formulaciones, de tal manera que las situaciones de dominación y dependencia puedan insertarse, con un grado mayor o menor de verosimilitud, en un contexto axiológico ilusoriamente aceptable para las clases negativamente discriminadas en cuanto víctimas de los procesos de alienación de la conciencia, sin los cuales la explotación no es posible a largo plazo.
Para ilustrar someramente esta naturaleza peculiar de las ideologías, basta pensar en el contraste entre la trilogía axiológica de la revolución burguesa —libertad, igualdad, fraternidad—, que funcionaba como horizonte utópico, y las relaciones de explotación que instauró efectivamente en el plano de la temática concreta —propiedad privada de los instrumentos de producción, trabajo asalariado, extorsión de la plusvalía, democracia formal de ciudadanos económicamente desiguales, etc. Pero aunque la antítesis final entre aquel horizonte y esta temática es manifiesta, hilos invisibles vinculan ambos niveles mediante los conocidos procesos de enmascaramiento e inversión, confiriendo a la ideología burguesa una notable eficacia para cimentar un consensus social de innegable solidez durante un largo período histórico. Basta pensar también en la antítesis entre los supuestos axiológicos del estoicismo —la kosmopolis de ciudadanos libres e iguales— y las estructuras de dominación de la sociedad esclavista. O en la ética del cristianismo —la moral del amor entre los hijos de Dios, iguales y libres— frente a las sucesivas estructuras de explotación asentadas sobre aquella ética. Sin el respectivo contexto utópico, dichos sistemas ideológicos hubieran resultado sencillamente inviables.
Conviene recordar que en el contexto ideológico de toda sociedad existen siempre, al lado de la ideología principal, subideologías y contraideologías; las primeras, tematizando sectores particulares del sistema ideológico dominante que no habían recibido la debida atención o que habían quedado relegados en el curso de la ordenación jerárquica de los intereses dominantes; las segundas, intentando realizar efectivamente los contenidos del horizonte utópico que sólo cumplen en el seno de la ideología dominante una función retórica y enmascaradora, base de las formas vicarias de satisfacción psicológica de las clases explotadas. Las contraideologías, al mismo tiempo que hunden sus raíces en el sector utópico de la ideología dominante, tienden a alejarse paulatinamente de esta última y a denunciar su insinceridad radical. Pero sólo cuando una de esas contraideologías es la proyección de intereses de una clase ascendente con conciencia de su fuerza y capacidad de poner en cuestión las relaciones de producción vigentes, sólo entonces adquiere el rango de ideología revolucionaria en sentido propio: se trata entonces de una ideología concurrente, y no del mero producto mental de sectores o grupos insularizados y sin vigor para poner en peligro el consensus general sustentado por la ideología dominante. Una ideología revolucionaria es la ideología de una clase favorecida por el desarrollo de las fuerzas productivas, o al menos estimulada por la dialéctica de las fuerzas reales en una situación histórica determinada [...] Esa clase suele caracterizarse por la conciencia de su propio poder y de su capacidad de construir un modelo de organización que niegue y sustituya al modelo vigente —aunque a esa conciencia no correspondan posibilidades objetivas para la realización de dichas metas. La ideología revolucionaria no se limita a denunciar la insinceridad de la ideología dominante, ni a asumir sin discusión su horizonte utópico, sino que inicia la crítica radical de los fundamentos especulativos de ese horizonte y de las contradicciones a que conduce en sus pretensiones de realización práctica. Tampoco se propone desenmascarar la ideología dominante en un sentido absoluto —qua ideología—, pues esta tarea corresponde sólo al nivel histórico del modo de producción del capitalismo industrial moderno —que produce el proletariado como anticlase radical y cancelador de la ilusión ideológica—, sino la misión más modesta de desmontar teórica y prácticamente los mecanismos sociales instituidos, mostrando su incompatibilidad con los axiomas éticos que pretenden legitimarlos. Al develar la naturaleza de los mecanismos por los que la clase dominante ejerce su señorío y su explotación, evidencia el carácter ilusorio de la retórica ideológica, exhibe sus contradicciones y arruina así los cimientos del consensus vigente.
Ahora bien, las ideologías revolucionarias, una vez triunfantes, construyen, como toda ideología, modelos de explicación intelectual de la realidad que entrañan un nuevo enmascaramiento, pues los intereses de la nueva clase buscan una protección tan efectiva como la que disfrutaban los intereses de la clase suplantada. En la fase de la conquista del poder, la ideología revolucionaria se presenta como un todo coherente en el que predomina intensamente el horizonte utópico de la protesta, quedando apenas esbozada la temática institucional que más tarde ha de consagrar las posiciones de dominación de la clase ascendente. Pero entonces la ideología deja de ser revolucionaria, pues la institucionalización de una revolución de clase es sólo la muralla protectora contra la idea misma de revolución, frente a las clases dominadas. La clase revolucionaria en su fase ascendente sabe que le es indispensable el apoyo activo de las demás clases relegadas por el orden vigente, mediante su movilización en un frente común contra este orden. Así, la formulación de la ideología revolucionaria en la fase de conquista manifiesta una generalidad y ambigüedad suficientes para seducir a múltiples estratos sociales con intereses divergentes pero unidos en su común repudio de las actuales clases dominantes. Sólo cuando la clase ascendente revolucionaria ha triunfado y asumido el poder, comienza la ideología revolucionaria a dejar de serlo y a transformarse en ideología conservadora del nuevo orden social. Se inicia entonces un proceso de polarización —más o menos intenso— entre el horizonte utópico de la ideología —que tiende a preservar el atractivo revolucionario de su alto ideario ético— y la temática concreta —que consagra progresivamente, en el plano de los mores, las instituciones y los códigos jurídicos, las nuevas formas de explotación económica, social y política. La nueva clase usufructuaria de la revolución sólo descubre après coup el sentido de su juego. El horizonte utópico constituye, una vez más, los cimientos del nuevo consensus, pero su energía integradora va debilitándose a medida que una nueva clase ascendente comienza a apuntar en la aurora de nuevos fastos históricos.
[...] Las utopías pueden servir ocasionalmente para expresar simbólicamente la voluntad revolucionaria de ciertos grupos sociales residuales, que justamente, por no integrar una clase social ascendente, sólo son capaces de acciones desesperadas sin futuro [...] Esos grupos sociales juegan un papel muy secundario en la dinámica del cambio de las estructuras socioeconómicas, y su valor principal reside en su condición de síntomas visibles de la erosión del sistema ideológico vigente, y en su carácter testimonial de la pervivencia de ciertas corrientes ideológicas antiguas que quedaron marginadas del proceso histórico. El movimiento subversivo de esos grupos —y el fenómeno de las herejías cristianas es muy ilustrativo a este respecto— refleja el hondo desarraigo de la conciencia de sus miembros, situados en condiciones de absoluta imposibilidad histórica de éxito, toda vez que no suelen moverse en el amplio cauce de una clase social ascendente.
Cuando Marx declaró que cada época se plantea sólo los problemas que puede resolver, expresó elípticamente la irrelevancia de los productos del género Utopía en cuanto categoría histórico-sociológica. Sólo las producciones mentales que reflejan un cierto nivel de la dialéctica histórica intereses-ideas, de un lado, y relaciones de producción-formas de conciencia, del otro, tienen pertinencia social y constituyen instancias efectivas en el proceso histórico, adquiriendo rango de ideologías en cuanto factores básicos de la situación —tanto para su estabilidad como para su cambio. Los portadores de las ideologías, al contrario de lo que sucede con las abstracciones de los utopistas, son las clases sociales; por lo cual, las ideologías son las formas mentales que aparecen en la escena del movimiento real de la historia en cuanto historia material de los hombres.
Las ideologías revolucionarias, que emergen por lo general como exponentes del conflicto de una clase ascendente con una clase dominante, pueden limitarse eventualmente a reflejar la oposición a una situación de dominación externa, es decir, la dominación de un pueblo por otro en términos que se manifiestan como insufribles para el pueblo dominado. Este fenómeno de dominación ab extra es el que caracteriza la situación de dependencia colonial o dominación imperialista, en virtud de la cual una comunidad o grupo étnico con conciencia nacional es sojuzgado por un poder extranjero. Se trata de un fenómeno específico en el ámbito del análisis ideológico. En estas situaciones, la totalidad del pueblo dominado tiende a afirmar —sin perjuicio de la peculiar dinámica de clases en su entorno propio— el interés colectivo por su emancipación y a producir una ideología revolucionaria nacional. Esta ideología, no obstante, tiende a amalgamar los intereses colectivos del pueblo o comunidad étnica, en cuanto tales, con los intereses de clase de los estratos sociales ascendentes del pueblo dominado. Las formas en que se combina el factor nacional y el factor social son múltiples y dependen de la coyuntura histórica en que se sitúe el fenómeno emancipatorio. Un caso especial de este tipo de ideologías es el movimiento mesiánico en la Palestina anterior al año 70 d.C. En nuestros días, este fenómeno ha tenido una rica floración en los movimientos anticolonialistas y antiimperialistas de carácter nacional.
Finalmente, adviértase que la interpretación de las ideologías que se propone en este estudio —en cuanto sistemas ideológicos inscritos en horizontes utópicos— permite comprender el progreso en la historia, pues el tránsito de la formación ideológica dominante hasta la subsiguiente se efectúa fundamentalmente a partir de la denuncia de la contradicción entre el horizonte utópico y la temática concreta en el seno de esa ideología dominante. Aunque los factores reales del cambio son, por supuesto, las contradicciones que generan las nuevas fuerzas productivas surgidas en el marco de las relaciones de producción establecidas, la cristalización ideológica de dichas fuerzas toma generalmente la forma de esa denuncia, en cuanto que es posible patentizar la inconsecuencia lógica entre el horizonte utópico y las situaciones reales de explotación. La clase ascendente comienza tomando pie en los axiomas éticos que pregona la clase dominante, y acaba develando el carácter ilusorio de la visión del mundo en que pretenden enraizarse dichos axiomas. Es decir, la radicalización de ese horizonte utópico no sólo destruye la pretensión de fundar en él el orden institucional establecido, sino que transforma el horizonte mismo en sus raíces esenciales, sustituyendo la Weltsanchauung tradicional por otra superior, propia de la nueva clase. El horizonte utópico de la ideología declinante es, así, la bisagra sobre la que gira el proceso del cambio histórico, desde el punto de vista de las ideologías. La intelección del tiempo como progreso no debe tomarse como un postulado del progresismo moral, sino como el resultado de la aplicación de los principios del materialismo histórico.


Gonzalo Puente Ojea, La formación del cristianismo como fenómeno ideológico (1974)
Fuente: http://www.lahidrademilcabezas.com.ar/Documentos.htm

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se le dan muchas vueltas a la cabeza, de manera absurda y con frecuencia enfermiza, a todo el tema de las ideologías, religiones,razas, sexos...cuando en realidad todo esto es banal. Lo único importanten es que todos somos personas, y nada más. Es la manía de magnificar las direrencias. Y así le va al mundo. Luis Manteiga Pousa

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