En primer lugar, tendré que pedir su indulgencia, tanto por la forma como por la substancia de esta charla, ya que, por un lado, hablo muy mal castellano y, por el otro, las conclusiones de la reflexión que voy a desarrollar me resultan muy desagradables. Si hace diez años hubiéramos mirado el mapa político de América del Sur habríamos advertido la presencia de dictaduras militares en todos los países del continente, salvo en Venezuela y Colombia. Diez años más tarde, encontramos gobiernos civiles en todos los países, excepto en Chile y Paraguay; evidentemente un cambio espectacular. Pero, ¿cuál es sus significado histórico? Existe una vasta literatura al respecto y me parece que hay dos temas que han adquirido algo así como una fuerza consensual en la mayor parte de esta literatura. La primera tesis indicaría que los regímenes militares han dejado el poder, o han sido expulsados de la escena política, porque fracasaron. Después de sus crímenes y de los disparates cometidos en el ejercicio del poder, las dictaduras pretorianas han caído en un profundo descrédito en la América del Sur. Segunda idea: la democracia que ha sobrevenido después de este decenio de dictaduras represente la victoria del nuevo conjunto de valores políticos en el continente; son los valores de la concertación y el pluralismo, del respeto de las leyes, configurándose así una nuevo moderación y civilidad. Un gran economista político de los EE. UU., Albert Hirschman, ha teorizado al respecto diciendo más o menos que la democracia en América Latina, hoy, debe ser concebido no en términos de las condiciones socioeconómicas, sino de las actitudes políticas con respecto a la democracia (lo que él denomina “una renuncia a las certezas”) tanto sobre la convicción ideológica como sobre su viabilidad política. También puede observarse una postura no tan distante en la propia izquierda latinoamericana, sintetizada tal vez en el famoso lema de Norberto Lechner (“de la revolución a la democracia”) o, quizás, en el título del mexicano Enrique Krause: “Democracia sin adjetivos”. Hoy me propongo desarrollar una reflexión algo crítica respecto de estas dos concepciones tan difundidas; vale decir, la dictadura concebida como fracaso y la democracia concebida como conjunto de normas y discursos. Y quiero comenzar sugiriendo un enfoque un poco heterodoxo, para averiguar los orígenes de las dictaduras militares en sí mismas, un enfoque que pueda ayudarnos a entender sus desenlaces. Ahora, si consideramos la época que va más o menos desde la caída de Allende hasta la guerra de las Malvinas, podemos observar una paradoja en términos de la literatura más antigua sobre la democracia, una literatura que –en contraste con la posición de Hirschman– subraya las condiciones socioeconómicas para el establecimiento de una democracia. De acuerdo con los criterios de esta literatura, uno esperaría que, allí donde el desarrollo capitalista fuera más avanzado (en términos de grado de acumulación, implantación de industrias modernas, tasas de urbanización, niveles de alfabetismo, tradiciones culturales, etc.), encontraríamos regímenes políticos más representativos, es decir, democracia presidenciales o constitucionales con libertades cívicas y pluralidad de partidos, mientras que allí donde hay sociedades más atrasadas socialmente, con menos preparación cultural y una industrialización más débil o más reciente, probablemente encontraríamos, por el contrario, regímenes más rudimentarios o represivos, tiranías policiacas o militares. Esta perspectiva es plausible en sí misma si uno la piensa desde la perspectiva del capitalismo metropolitano, donde (por ejemplo, en los catorce o quince países de la Organización para el Desarrollo y Cooperación Económica Europea -OCDE–), hay una correlación altísima entre el grado de desarrollo económico y la estabilidad de la democracia participativa. Sin embargo, en América del Sur, entre 1973 y 1982, esta correlación aparece invertida. En esta región, las dictaduras más sangrientas y represivas se encontraron en las sociedades social y económicamente más desarrolladas del continente, esto es en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, mientras que las democracias más o menos precarias que se podrían encontrar se localizaban en sociedades menos avanzadas en su parque industrial o configuración, esto es, inicialmente, sólo en Venezuela y Colombia. Después fue en Ecuador y Perú que se inició la paulatina evolución hacia una democratización del dominio militar a fines de la década del '70. Mi primera pregunta es la siguiente: ¿Cómo podría explicarse esta disociación y recombinación sorprendente de desarrollo socioeconómico y libertad política en América de Sur? Se trata de un problema obviamente complejo cuya causalidad debe ser sobre-determinada y voy a sugerir solamente un hilo conductor heurístico que, seguramente, tendrá que ser afinado y enriquecido ulteriormente. La hipótesis que deseo sugerir es que la clave para comprender la paradoja cartográfica de la década del '70 tal vez se encuentre en la correlación de dos fuerzas sociales básicas en esta sociedad. Es decir, por un lado, la clase terrateniente, el capital agrario en el campo, y, por el otro, la clase obrera o la mano de obra en las ciudades. Subrayo la heterodoxia de este enfoque porque la relación entre estas dos clases es –por decirlo así– diagonal. No es la relación –más lógica– entre capital agrario y trabajo agrario, o por otro lado, entre el capital industrial y el trabajo industrial. No niego la importancia de estos otros ejes, pero el que he indicado me parece más crucial para estos años. Permítanme ahora explicar qué fue lo que inicialmente me incitó a adoptar esta perspectiva: fue una meditación –en 1980– sobre el enigma de la democracia venezolana. En aquel momento, Venezuela era el país menos típico del continente, se podría decir. He mencionado Venezuela entre otros países andinos, cuando en realidad constituye un caso único en muchos sentidos, pues en Venezuela –y sólo allí– se dio el caso de una democracia representativa plenamente estabilizada, es decir con treinta años de alternancia regular de partidos competitivos en el poder, basada en el sufragio universal efectivo y en una participación electoral masiva. Esta experiencia fue mucho más larga, claro, que la democracia en Perú o Ecuador, y mucho más profunda que en Colombia, donde –en la década del ‘70– los niveles de votación no superaron en mucho el 30 o 40%. En Venezuela, en cambio, un 80% de la población acude a las urnas y los dos grandes partidos, Acción Democrática y COPEI –que responden respectivamente a una orientación social-democrática y social cristiana– cuentan cada uno con más de un millón de afiliados, en una población de no más de 14 millones, es decir que presentan niveles de implantación y organización partidaria comparables a los que exhibe la social-democracia alemana o la democracia cristiana italiana actual. Ahora, ¿cómo se explica este éxito político inhabitual de la democracia participativa en Venezuela? Hay una respuesta muy convencional: la riqueza petrolera. La idea más difundida -incluso en Venezuela– es que la riqueza petrolera ha posibilitado una incorporación pacífica de las masas a las instituciones políticas, masas que –en otra parte y otras condiciones– habrían sido demasiado peligrosas; es decir, el esquema general es la idea de que el petróleo ha permitido una especie de captación de sectores populares. Sin embargo, si bien es evidente que la renta petrolera ha sido una condición necesaria de la democracia venezolana, no es del todo claro que haya sido una condición suficiente. Es necesario no exagerar o aislar este factor, ya que, evidentemente, hay otras sociedades con niveles aún mayores de renta petrolera que no muestran empero la más mínima propensión al establecimiento de una democracia representativa –como, por ejemplo, Kuwait o Libia– aunque sí han manifestado una cierta capacidad para redistribuir efectivamente la renta petrolera. Por otro lado, el 20% de la población venezolana más pobre no recibe más que el 3% del ingreso nacional, aproximadamente, porcentaje éste que no ha evolucionado mucho en los últimos veinte años. En muchos sentidos, Venezuela constituye hoy en día una sociedad más cercana al modelo de una sociedad subdesarrollada tropical, que al que han adoptado las que pueblan la cuenca del Río de la Plata. ¿Cómo ha logrado, entonces, una democracia tan estable? La respuesta que voy a sugerir se divide en dos partes. El primer factor de este éxito ha sido, creo, la debilidad de la clase terrateniente tradicional de Venezuela. En casi toda América Latina, los hacendados han sido tradicionalmente el baluarte del conservadurismo político. Pero en Venezuela, por una serie de razones históricas (la elite colonial fue diezmada por las luchas de la independencia, guerras civiles y disturbios sociales –de efectos devastadores– a mediados del siglo XIX, un patrón muy discontinuo de la base física del cultivo del cacao y café y la cría de ganado, una tiranía muy regionalista y personalista de Juan Vicente Gómez en los albores del siglo XX –perjudicial para cualquier dominio colectivo de clase– y también, sobre todo, el auge petrolero de las décadas del '20 y del '30, que coincidió con la gran depresión), el rol de la tierra como fuente de capital e inversión fue marginalizado. De ahí que la consecuencia acumulativa de los factores apuntados haya provocado la ausencia en Venezuela de una oligarquía terrateniente en lo que va del siglo. Pero hay una segunda parte en la solución del enigma, y es la debilidad simétrica, también, de la case obrera. El núcleo histórico de la clase obrera venezolana ha sido el proletariado petrolero del lago de Maracaibo, que ha jugado un papel muy importante en el derrocamiento de los regímenes militares que sucedieron a la tiranía de Gómez. Pero este proletariado constituye un grupo numéricamente muy limitado en una industria sumamente capitalizada. En los años '70, alrededor del 75% de los ingresos del Estado (y un 90% de las exportaciones) eran generados por un 3% de la mano de obra venezolana. La consecuencia sociológica ha sido la ausencia de cualquier concentración masiva de obreros en esta industria, si bien sus salarios son relativamente altos y la industria ha permitido el crecimiento de sectores de servicios vastísimos alrededor de su núcleo, generando así capas muy amplias de empleados y profesionales. Venezuela presenta por lo tanto una sociedad con una urbanización muy rápida –el 80% de sus habitantes vive actualmente en las ciudades– y carece de una sindicalización poderosa; el sector petrolero es numéricamente ínfimo, pero económicamente privilegiado. Esta situación contrasta marcadamente con los principales sectores exportadores de otros países del continente –Bolivia, Argentina, Uruguay, Chile– cuyas clases obreras poseen grados de concentración cuantitativa, combatividad y conciencia de clase, de los que carecen básicamente en Venezuela. Como dato significativo, los sondeos de opinión demuestran que solamente un 4% de la población venezolana se autodescribe como “obrera”, un 6% como “clase baja”, un 25% como “pobre” y alrededor de un 57% como “clase media”. Por lo tanto, las clases trabajadoras –en este sentido, la clase obrera– constituye una presencia modesta y pacata en la vida nacional, integrada corporativamente en la maquinaria del partido Acción Democrática, aunque con un rol muy pasivo dentro del partido, liderado esencialmente por cuadros de la clase media. Sintetizando estas reflexiones, es la falta de una clase hacendada fuerte lo que determina la ausencia de una oligarquía agraria clásica, la cual, junto con la carencia de una clase obrera fuerte, determinó la ausencia de un movimiento sindical poderoso –no digamos socialista– que ha sido la fórmula sociológica para la estabilización de la democracia burguesa, basada esencialmente en las clases medias que existen entre ambas. Miremos ahora hacia el Cono Sur. Allí encontramos las peores dictaduras de la década del '70, aunque históricamente en esas regiones se hayan dado las sociedades más avanzadas del continente. ¿Cómo explicar esta configuración? Mi hipótesis es la siguiente: la clave para entenderla es una correlación de fuerzas sociales básicas, diametralmente opuestas a la venezolana, es decir, una combinación de clases terratenientes tradicionalmente fuertes, con movimientos obreros tradicionalmente fuertes también. Claro que los tres casos no pueden ser automáticamente asimilados, pero hay rasgos comunes en este sentido. Es decir, la fuente principal de riqueza nacional –la acumulación de capital– en Argentina y Uruguay ha sido siempre agraria y en ambos casos se fueron aglutinando sucesivas empresas financieras y actividades industriales alrededor de un núcleo original de capital agropecuario. Las inversiones rurales irían diversificándose y amalgamándose en las diversas inversiones de empresarios urbanos e industriales propios. El sector bancario es el puente normal entre ambos tipos de inversión, capitalizando fortunas agrarias en operaciones de intermediación y especulación. Todo este proceso ocurrió durante una época de urbanización masiva y ascenso de una clase media numerosa y muy activa. Sin embargo, aún después de la Segunda Guerra Mundial, grupos terratenientes de gran tradición, tenaces y poderosos, siguieron ejerciendo una muy importante influencia en el bloque de poder de cada sociedad. Hay varias razones, tanto materiales como culturales para esto, pero el factor más importante fue el peso absolutamente dominante en el paquete de las exportaciones argentinas y uruguayas del eje de la agricultura. La carne y el trigo han seguido siendo las mercancías dominantes. Chile es distinto, porque allá el cobre ha sido el principal producto exportador, inicialmente controlado por el capital extranjero y luego por el Estado. Y allí también la reforma agraria de la democracia cristiana disminuyó notablemente el peso del gran propietario rural en el bloque dominante. En este sentido, las exportaciones chilenas han sido mucho más diversificadas, pero, aun así, es significativo que el modelo económico del régimen de Pinochet haya dado tanta importancia a la reconversión, precisamente de una agricultura exportadora. El principal –casi el único– éxito entre 1976 y 1980 ha sido la promoción de la fruta, legumbres, vinos, etc. generada por un “agro business” modernizado chileno. Al mismo tiempo, el capital agraria en estos tres países también enfrentaba tradicionalmente movimientos obreros poderosos, organizaciones sindicales o partidarias, como el peronismo en la Argentina, los partidos socialista y comunista en Chile y más tarde la CGT en el Uruguay, instalados en los sectores clave de la economía, vg. Transportes, operaciones portuarias e industrias de transformación, en frigoríficos o en la minería. En estos tres casos las clases obreras en cuestión han mostrado históricamente altos grados de combatividad, conciencia, concentración y organización colectiva. Ahora bien, esta fórmula de la democracia venezolana no niega la presencia de clases medias importantísimas en el Cono Sur, también históricamente muy significativas en el pasado (pienso en el radicalismo, en el batllismo y en la democracia cristiana, en su tiempo, en Chile). Sólo sugiero que después de la coexistencia, el enfrentamiento entre estas dos fuerzas fundamentales -terratenientes y obreros– ha sido estructuralmente decisivo para el advenimiento de las dictaduras militares. Pasemos primero al caso del Brasil. Allá también, el sector exportador –después de la Segunda Guerra Mundial– seguía dominado por la agricultura (en 1945, el café representaba el 60% de las exportaciones, y en 1960 todavía estaba en alrededor del 40%). Sin embargo, en Brasil el mercado interno fue siempre mucho mayor y el capital industrial mucho más central para la economía en su conjunto que en el Cono Sur. Este capital industrial brasileño tuvo sus orígenes en la riqueza de las plantaciones, pero, hacia la década del '50, era más autónomo de sus orígenes agrarios que en cualquier otro país. En este sentido, el peso del capital agrario en la sociedad brasileña, en términos estrictamente económicos, fue mucho menor que en Argentina o en Uruguay, por ejemplo. Pero, en compensación, se produjo en Brasil un fenómeno que no se dio en el mismo grado en el Río de la Plata: un electorado político cautivo –en el nordeste del país– de los terratenientes tradicionales de regiones de producción rural en decadencia. Este rasgo de caciquismo rural contribuyó a estabilizar el orden constitucional después de la Segunda Guerra Mundial, contrariamente a lo que ocurrió con la agricultura extensiva argentina y uruguaya, con muy poca mano de obra y donde, a mediados del siglo XX, los terratenientes carecían de correas de transmisión con el electorado popular. El predominio de la actividad exportadora en el sudeste del país, junto con el control electoral en la región del noroeste, contribuyeron en Brasil una variante más compleja de lo que puede ser todavía definido como un frente agrario. Por otro lado, la clase obrera brasileña era mucho más débil que sus equivalentes en el Cono Sur después de 1945. El Partido Comunista, inicialmente muy dinámico, sufrió una represión bastante efectiva en los dos primeros años después de la guerra. En ningún momento hubo un partido socialista de masas, y el getulismo –tanto en los sindicatos como en el Partido Travalhista– fue siempre un pálido reflejo del peronismo y mucho más frágil como legado organizativo e ideológico. Sin embargo, precisamente debido a que el crecimiento industrial brasileño fue tanto más rápido que en los demás países, el proletariado industrial incrementó su tamaño e importancia estructural a un ritmo superior al de sus equivalentes en el Cono Sur a partir de la década del '50. Por lo tanto, también allí su potencial político estaba creciendo, mostrando una clase, un grado de militancia y eficacia cada vez mayor a partir del segundo período presidencial de Vargas. La clase obrera brasileña, que no había sido históricamente fuerte, se fortaleció rápidamente en esos años. En resumen, el carácter de las dos clases, las dos fuerzas sociales básicas, fue en el Brasil relativamente diferente, aunque dentro de parámetros semejantes, conduciendo en este caso a una dictadura que también sería algo distinta. Para completar el cuadro, mencionaré brevemente las otras dos combinaciones posibles para mostrar la lógica de mi exposición, implicadas en mi hipótesis inicial. Ya hemos visto la combinación de terratenientes débiles y obreros débiles –que es la fórmula de la democracia venezolana– y la de terratenientes fuertes y movimientos obreros fuertes –que es la formación que desencadenó las recientes dictaduras militares en el Cono Sur y en Brasil. ¿Qué sucedería si se diera una clase terrateniente fuerte con un movimiento obrero débil? Yo diría que ésa sería la fórmula de una democracia restringida, o sea el caso aproximado de Colombia, donde dos partidos oligárquicos –los liberales y los conservadores– coexisten desde el siglo XIX en una continuidad absolutamente única en América Latina. Ellos enfrentan un movimiento sindical muy pequeño, muy dividido, y una izquierda política también marginal. El resultado fue la cohabitación excluyente de liberales y conservadores monopolizando el poder y dejando muy poca libertad de elección de participación, pero, al mismo tiempo, con ciertas libertades cívicas y elecciones no fraudulentas en las décadas del '70 y del '80. Finalmente, queda el caso lógicamente opuesto al precedente. Es el caso de Bolivia, donde durante ese período existió el movimiento obrero históricamente más fuerte de todo el continente, basado en las minas de estaño; una clase que había hecho la revolución del '52 y casi destruido el ejército boliviano; una clase en un estado de insurgencia constante en los años siguientes. Al mismo tiempo, durante unos veinte años, Bolivia tuvo la clase terrateniente más débil del continente, después de la reforma agraria del MNR. Eventualmente, hubo una reconstrucción del sector de las plantaciones de azúcar y algodón en el este del país, pero hasta la actualidad se puede decir que la correlación muy específica de fuerzas en Bolivia ha generado una suerte de volcán político permanente, en la medida en que el ejército boliviano, un aparato militar sin base social orgánica, trataba de contener una dinámica laboral que constantemente amenazaba transgredir los límites del modo de producción capitalista. Por lo tanto, las dictaduras militares resultantes han sido de un tipo muy esporádico e inestable, que difiere considerablemente del tipo de dictadura militar que se dio en el Cono Sur, así como del tipo colombiano de democracia restringida. Claro que esta hipótesis es muy esquemática. No he analizado el capital industrial ni el financiero, a pesar de su innegable gravitación específica; tampoco he mencionado el campesinado, factor fundamental en el fracaso, en la no realización de una revolución social en Bolivia después de 1952; no he mencionado, tampoco, la pequeña burguesía ni el sub-proletariado. Todas estas clases deberían ser estudiadas en su especificidad para llegar a lo que Marx llama “la multiplicidad de lo concreto”, pero el conocimiento científico siempre avanza a través de abstracciones simplificantes en su movimiento hacia lo concreto. Sólo me propongo afirmar que probablemente se requiera algún tipo de análisis comparativo de clase para entender el mapa diferencial de los regímenes políticos de América del Sur. Mi conclusión –provisoria– es incómoda: todo pasa, diríamos, como si las condiciones clave para la democracia en estos años exigiera un movimiento obrero débil. Venezuela y Colombia constituyen variantes de este modelo: una democracia plena o una democracia restringida. Claro que esta conclusión es exactamente lo opuesto de la sabiduría convencional de la izquierda, por ejemplo en Europa, donde suele presentarse a la democracia representativa como una conquista del movimiento obrero. Permítanme ahora pasar a la segunda pregunta: ¿Cuál ha sido, no la fórmula sociológica que originó las dictaduras militares de la década del '70, sino su proyecto histórico y su realización (su efectos, sus resultados) histórica? Porque, claro, en el pasado latinoamericano ha habido muchas juntas, muchos generales, en el poder. Pero en la década del '70 había una sensación muy difundida y –creo– justificada de que los regímenes de esta década representaban algo nuevo. Pero, ¿cuáles han sido efectivamente los rasgos “nuevos” del dominio pretoriano? Considero que, para entenderlos, es necesario considerar con mayor detenimiento la coyuntura económica y política de los años '60 y '70. Hasta ahora he hablado de estructuras sociales de manera completamente abstracta, fuera del tiempo. Pero en la realidad de tales estructuras jamás existen como hechos estáticos y aislados. Su significado y su constelación están siempre sujetos a la evolución del tiempo histórico. ¿Qué ha sido, exactamente, lo que ha precipitado las nuevas dictaduras militares sobre la base de la correlación de clases que he descrito? Esencialmente, a mi parecer, lo que denominaré “la inflexión populista”. Los orígenes del populismo latinoamericano son bien conocidos: una vez que comienza a desarrollarse un cierto grado de industrialización –por muy modesta que ésta sea al principio– bajo la corteza oligárquica tradicional empiezan a originarse presiones populares urbanas. Pero, así como el liberalismo latinoamericano del siglo pasado defería del liberalismo europeo en su carencia de un parlamentarismo censitario auténtico, el impulso populista para ampliar el marco del Estado en el siglo XX tampoco logró desembocar rápidamente en una democracia representativa genuina del tipo que siguió el orden liberal del siglo pasado en Europa. Más bien, el resultado generalizado a partir de la depresión ha sido el establecimiento de regímenes populistas que desviaron las formas parlamentarias hacia las dictaduras plebiscitarias. Los casos más famosos son, claro, los de Vargas y Perón. Estos fueron regímenes que promovieron reformas materiales elementales para las masas urbanas, buscando al mismo tiempo acelerar el desarrollo económico nacional, sobre todo en la industria, sin asegurar libertades cívicas en una vida constitucional efectiva. El populismo, por decirlo así, negó principios liberales sin afirmar principios democráticos. Sin embargo, este populismo ha dotado típicamente a los sectores laborales de América Latina de una nueva identidad y memoria política que, como hemos podido comprobar, resultó muy duradera y frecuentemente, capaz de generar mayorías electorales, a pesar de haber menospreciado a las instituciones parlamentarias, cada vez que se celebraban elecciones libres, como ocurrió en la Argentina después de la década del '50. Ahora bien, es importante subrayar que la mayoría de estos regímenes populistas tuvieron un origen o un contexto militar, si pensamos en la figura de Perón aquí, Vargas y los militares del “Estado Novo” en Brasil, y el propio MNR en Bolivia, con sus coroneles Toro y Busch en los años '40. Las fuerzas armadas han sido los padres –o los padrinos, se puede decir– del populismo latinoamericano en sus comienzos. Pero, a medida que el proceso populista se iba desarrollando y ganaba en autonomía, crecía la inquietud de sus promotores originales, y ello por dos razones: por un lado, la fuerza de las masas organizadas por el populismo adquiría cada vez mayo peso con el avance de la industrialización y, por el otro lado –y al mismo tiempo–, las presiones distribucionistas sobre los modelos de acumulación de capital local iban incrementándose, conduciendo eventualmente a una inflación galopante sin precedentes, en tanto las políticas de sustitución de importaciones en particular habían agotado su potencial previo. El resultado fue un nivel de desorden y tensión económica cada vez más intolerable para todas las clases sociales: hiperinflación en Argentina y Brasil, estancamiento en Uruguay y Chile. Pero, más o menos en el mismo momento en que se entraba en este atolladero económico –a comienzos de la década del ‘60– se produce una radicalización política de los elementos más activos de las antiguas coaliciones populistas, una radicalización hacia algo también totalmente nuevo, o sea una socialismo revolucionario incipiente. Aquí es imposible subestimar el impacto de la revolución cubana en la región, que transformó las coordenadas de la política latinoamericana de la década del '60 tan profundamente como la revolución rusa lo había hecho con la política europea en la década del '20. Paradójicamente, dos rasgos del populismo contribuyeron a esta evolución: primero, su falta total de una ideología precisa, lo amorfo del populismo, su ausencia de fronteras doctrinarias nítidas, que siempre lo dejan proclive a transvaloraciones subjetivamente socialistas; en segundo lugar, su falta de respeto por la instituciones parlamentarias de una democracia capitalista; esto también debe haberlo expuesto a una transvaloración de tipo revolucionario. Aquí hay un contraste muy marcado entre el populismo latinoamericano y la social-democracia de Europa Occidental. Claro que el impacto de la revolución cubana no se circunscribió al populismo de estos años, sino que también se hizo sentir muy rápidamente en el área del comunismo del continente y, también, del socialismo de la izquierda. En el plano político, el resultado fue la emergencia, aquí en Argentina, digamos, del ala montonera del peronismo, de los tupamaros, provenientes del antiguo Partido Socialista en Uruguay, la radicalización del Partido Socialista y la emergencia del MIR en Chile, el rápido crecimiento del Partido Comunista dentro del sindicalismo brasileño y también un deslizamiento del travalhismo hacia la izquierda, si se piensa en la secuencia Vargas-Goulart-Brizola. Este es el proceso que he denominado “la inflexión populista” hacia algo mucho más radical. Pero también es necesario subrayar que esta inflexión no comportaba solamente una radicalización ideológica, sino también un aumento de fuerzas objetivas organizadas, vale decir, un grado superior de combatividad de las masas populares del continente, expresado en su tiempo en el Cordobazo en Argentina, la victoria de la Unidad Popular en Chile, la formación tardía de la CGT en el Uruguay, junto con la emergencia del Frente Amplio y, en Brasil, la aparición también tardía de la Confederación Nacional de Trabajadores en los años '60. En otras palabras, una dinámica inesperada y ominosa se desarrollaba en el continente que ahora amenazaba a las clases poseedoras de estos países con –al menos a sus ojos– el colapso económico y la expropiación social. Tal fue, creo, el contexto de las intervenciones militares violentas en Brasil, Uruguay, Argentina y Chile, en las décadas del '60 y del '70. ¿Cuál fue su significado? Todas ellas fueron contrarrevoluciones preventivas cuya misión primordial fue la de decapitar y eliminar a una izquierda que no se resignaba al modo de producción capitalista, sino que apuntaba directamente a un socialismo que lo trascendía. Su función esencial, primordial, pues, fue la de traumatizar al a sociedad civil en su conjunto con una dosis de terror suficiente para asegurarse de que no habría ninguna tentación ulterior de reincidir en desafíos revolucionarios contra el orden social vigente; para romper cualquier aspiración o idea de un cambio social cualitativo desde abajo; para eliminar permanentemente, en suma, el socialismo de la agenda política nacional. Al mismo tiempo, su vocación secundaria fue la de restaurar las condiciones de una acumulación viable, disciplinando la mano de obra con represión, bajos salarios y deflación, promoviendo al mismo tiempo la capacidad exportadora y asegurando nuevos niveles de inversión externa, para que pudiera desarrollarse el crecimiento sin interrupciones redistributivas o escasez de capitales: esa fue la idea. El programa económico de las dictaduras, su intento económico, fue detener el populismo y eliminarlo, en la medida de lo posible, de la agenda política en sus formas mayoritarias pre-socialistas. Ahora bien, si tal ha sido el contexto coyuntural y la misión histórica de las dictaduras militares, ¿en qué consiste, entonces, sus novedad histórica? Porque, como ya he dicho, han existido muchísimos regímenes pretorianos represivos y dictadores militares en el pasado del continente. ¿Cuál ha sido la diferencia en estos casos? Básicamente, diría –y paradójicamente– la novedad consiste en que estos regímenes programaron una reintroducción de una democracia capitalista controlada, al fin de su obra de “reconstrucción”. Los tipos anteriores de regímenes militares en esta área fueron básicamente dos: las autocracias patrimoniales del tipo de Trujillo o de Stroessner, es decir, gobiernos de caudillos de origen militar en sociedades muy atrasadas donde la vida política popular no había todavía realmente emergido y el concepto de democracia ni siquiera figuraba en la agenda política nacional, y los regímenes populistas militares de los años ‘30 y '40, regímenes –es importante subrayarlo– franca y cándidamente antidemocráticos, a menudo muy atraídos por el fascismo europeo. Ahora bien, ninguna de estas dos opciones –particularmente la segunda– estuvo disponible para los generales de los años '60 y '70 porque, después de la Segunda Guerra Mundial, la coyuntura internacional era distinta. El fascismo ahora estaba desacreditado en el mundo metropolitano; su modelo ya no podría admitirse ni aceptarse como lo había sido en Bolivia y Argentina en los años '40. Según el capitalismo avanzado, que ahora se auto-legitimaba contra el socialismo y el comunismo, precisamente en cuanto orden democrático, desde los años '50 en adelante, el lema organizador fue la noción de mundo libre y ya no tanto la de empresa privada. En tercer lugar, los militares latinoamericanos, luchando –según lo entendían– contra el comunismo y el socialismo en sus propios países, no podían evitar una cierta identificación ideológica con su protector norteamericano. Las buenas relaciones con Washington, dentro de ciertos límites, han sido una exigencia objetiva para ellos, desde la época de Kennedy en adelante. En cuarto lugar, había también en el oficialato sudamericano una cierta agresión, confusa y subjetiva, respecto de sus ideas sobre lo que debería ser un orden democrático. Aquí debemos recordar siempre la dependencia cultural ideológica tradicional de las elites latinoamericanas, pues –como ya hemos visto– el fascismo estaba de moda en la época del joven Perón; la democracia era casi obligatoria en los años de Kennedy, Johnson o Nixon. De allí que el proyecto a largo plazo de los nuevos regímenes consistiera no solamente en golpear y eliminar el peligro político de la socialización, sino además en transformar las estructuras socioeconómicas de sus países, para que una democracia capitalista estabilizada y controlada pudiera –al fin de cuentas– provenir de ellos. Aquí los generales contaban ya con un modelo ilustre en España: los orígenes de la dictadura franquista, en el levantamiento del '36, fueron de una sorprendente similitud, aunque más dramáticos; es decir, una contrarrevolución preventiva para aplastar un movimiento popular que se negaba a resignarse al orden social entonces imperante en España y que tumultuosamente amenazaba al orden capitalista español. A esto siguió una contrarrevolución que ha traumatizado a la sociedad civil en su conjunto, con una escalada masiva de matanzas durante la propia guerra civil y masacres sin freno después de ella. Pero, en una segunda etapa, esta contrarrevolución precedió a promover una industrialización y modernización muy rápida del país, con la creación de nuevas clases medias y una nueva clase obrera. Después podría establecerse una democracia parlamentaria pacífica y más o menos dócil, como resultante de la experiencia. Es interesante comparar, a este respecto, la España de Largo Caballero con la España de Felipe González, cincuenta años más tarde. Hoy en día, el mismo partido –el PSOE– ni siquiera pretende la implantación de una república (para no hablar de socialismo) y exhibe la tasa más alta de desempleo de toda Europa occidental. Lo que esto representa, creo, es la victoria histórica profunda de la llamada Cruzada Nacionalista en la Guerra Civil que, al fin de cuentas, ha transformado a sus antiguos adversarios en sus agentes póstumos. El efecto de la dictadura franquista fue entonces el de demorar y domesticar la entrada en el orden político de lo que alguna vez habían sido las clases peligrosas. Básicamente, las dictaduras latinoamericanas se propusieron reiterar este tipo de experiencia, y con la misma combinación de medidas: traumatización subjetiva y transformación objetiva de la sociedad. La gran diferencia entre estos dos tipos de experiencias fue que el régimen de Franco pudo evolucionar muy despacio, a un ritmo lento, desde su entrada fascista hasta su salida parlamentaria; a un ritmo que permitió su adaptación paulatina, a lo largo de cuarenta años, a los imperativos cambiantes del capitalismo internacional. Los generales sudamericanos vinieron más tarde y tuvieron desde el comienzo más conciencia de sus métodos que Franco, si bien no de manera uniforme. De ellos, los brasileños fueron los más lúcidos y coherentes, pues proclamaron desde un comienzo la restauración democrática –en el doble sentido de la expresión– como su objetivo final. Desde los primeros días del golpe, en 1964, siempre dijeron “nuestro objetivo es restaurar la democracia” y, desde allí, controlaron todo el proceso mejor que los otros. Los generales uruguayos, en cambio, fueron siempre mucho más confusos e inciertos en su orientación, aunque tampoco se apartaron nunca de la meta de un constitucionalismo controlado y depurado después. La Junta o Juntas argentinas siempre fueron, claro, las más renuentes al establecimiento de cualquier orden civil partidario y político, y, al fin de cuentas, no fue sino a través de una derrota militar externa (en Malvinas) que fueron derrocadas. Pero ellos también, cuando se produjo la crisis económica a comienzo de los años '80, empezaron a discutir el proyecto de una suerte de vuelta a los gobiernos civiles controlados por ellos. Hoy, el mismo Pinochet anticipa su propio tipo de “normalización” de Chile para los años '90, normalización de un tipo tal que resultará, por lo menos, satisfactoria a los EE.UU. En el fondo, todos los regímenes hicieron una apuesta histórica, a saber, que –una vez completada su obra– un capitalismo incontrastado valdría el precio de un parlamentarismo intimidado. Para terminar, voy a volver a mi primera pregunta, a saber, si las juntas militares fueron o no un fracaso. La respuesta, hasta ahora, creo, tiene que ser un “no” matizado, porque su objetivo primario –según parece– se realizó. Cualesquiera hayan sido las circunstancias locales de su retirada final del palacio presidencial (que los generales brasileños lograron mucho más brillantemente que los uruguayos, y éstos, a su vez, mejor que los argentinos), su meta básica estaba asegurada. Hoy en día, el socialismo se ha transformado virtualmente en un término tabú en la política latinoamericana. Es notable, por ejemplo, que aún la fuerza de izquierda más nueva y menos atemorizada del área –el Partido Travhalista brasileño– no invoque seriamente el socialismo en su discurso público. Las relaciones de producción capitalista se volvieron mental y materialmente intocables por el momento, bajo la amenaza de una vuelta al terror militar si dichas relaciones llegasen a ser puestas en juego. El único país donde esto no ocurrió es, claro, Chile, donde los militares todavía no pueden permitirse la “civilización” del régimen. Allá, aun habrá que esperar a que las lecciones del sometimiento sean aprendidas y las clases “peligrosas” se vuelvan dóciles. Pero, en su conjunto –políticamente, podríamos decir– estas experiencias han sido exitosas respecto de su objetivo final. Su mensaje a las clases populares ha sido éste: “Pueden tener democracia si respetan el capitalismo, pero, si no lo aceptan, se quedarán sin democracia y tendrán que seguir aceptándolo de todos modos”. Este mensaje ha sido escuchado. El primero en entenderlo –y de buen comienzo– no fue un dirigente político latinoamericano, sino del sur de Europa, Enrico Berlinguer, quien, ya en 1974 -después del derrocamiento de Allende en Chile– inauguró lo que más tarde se llamó “eurocomunismo” en un documento sobre la caída de la Unidad Popular en Chile, cuya tesis central consistía en que esos acontecimientos demostraban la necesidad de no dividir nunca la sociedad verticalmente en dos partes, porque cualquier proceso de radicalización de ese tipo conduciría fatalmente a otro bombardeo del Palacio de la Moneda. Su argumento es básicamente muy simple: el enemigo nos ha demostrado que, si realmente tratamos de avanzar hacia el socialismo –como lo hizo Allende– pagaremos un precio demasiado alto. Olvidémonos por lo tanto del socialismo y consolémonos con la democracia... La conclusión que él extrajo de esto en Italia, claro, fue el proyecto del compromiso histórico con la Democracia Cristiana, en el que en realidad fueron los comunistas quienes suscribieran el compromiso y los demócratas cristianos quienes hicieron la historia. Hace quince años eran pocos los representantes de la izquierda latinoamericana que estuvieran dispuestos a ratificar este compromiso. Hoy, en cambio, serían muy pocos los que no estuvieran dispuestos a hacerlo. La democracia capitalista estable es construida aquí sobre la derrota –y no sobre la victoria– de las clases populares. Por otro lado, ninguno de los regímenes militares latinoamericanos ha logrado la escala de ingeniería social que inventó Franco en España. De hecho, las mezclas respectivas de dramatización política y transformación socioeconómica han variado ampliamente. El régimen argentino logró un máximo del primer elemento –el terror– y un mínimo del segundo –la modernización del país– mientras que los generales brasileños supieron combinar una medida mucho más limitada y vigilada del terror con una transformación mucho más profunda de su economía y sociedad. La experiencia uruguaya tuvo características más o menos intermedias entre ambos regímenes. Pero en todos los casos quedaron fuera de alcance los niveles de acumulación y consumo global alcanzados en España, de modo que las democracia sudamericanas de hoy se encuentran abrumadas por un régimen de miseria, profundas desigualdades y deudas enormes, distinguiéndose así de sus homólogas del sur de Europa. En estas circunstancias, es poco probable que el mero crecimiento económico permita contener, por sí mismo, las exigencias y previsiones populares por una mejora en sus condiciones de vida. Tal vez se pueda decir que la revolución ha sido exorcizada, pero la redistribución en cuanto aspiración va a persistir y podría reaparecer en condiciones explosivas y desestabilizantes. En suma, es probable que el populismo –o, en fin de cuentas– el comunismo latinoamericano sobreviva en alguna de sus variantes hacia el socialismo. Y es muy difícil de prever cómo las nuevas democracias van a poder enfrentar un nuevo brote de populismo cuando éste sobrevenga, tal vez en la próxima década, ya que todavía no están en condiciones de encarar la experiencia española.
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