domingo, 9 de marzo de 2008

EL ESTADO BUROCRÁTICO-AUTORITARIO. EL ESTADO CAPITALISTA Y TEMAS CONEXOS. GUILLERMO O' DONNELL

O’Donnell, Guillermo
-Politólogo argentino-

FUENTE:
1966-1973. El estado burocrático autoritario.
Bs. As. Ed. Paidós. 1982. Cap. I, selección.


1) Sobre el Estado capitalista y temas conexos

a) Estado y aparato estatal*

El entramado fundamental (aunque no único) de una sociedad capitalista, y lo que la caracteriza como tal sociedad capitalista, son sus relaciones de producción. Éstas son relaciones desiguales y, últimamente, contradictorias, establecidas en una fundamental célula de la sociedad: el proceso y lugar de trabajo. Según la concepción que iremos desplegando, el Estado es, originaria y constitutivamente, una parte o, más propiamente, un aspecto de dicha relación social. En efecto, aunque la relación social capitalista aparece ante la conciencia ordinaria como puramente económica, un examen más atento muestra que también está constituida por otros aspectos. Uno de ellos es la garantía coactiva que dicha relación contiene para su vigencia y reproducción. El Estado es el aspecto de dicha relación que pone esa garantía. Pero, aunque esa garantía coactiva sea fundamental, el Estado no es sólo eso. También es organizador de las relaciones capitalistas, en el sentido que tiende a articular y acolchar las relaciones entre clases y prestar cruciales elementos para la habitual reproducción de dichas relaciones.

Entonces, el Estado capitalista es garante y organizador de las relaciones sociales capitalistas y, por lo tanto, de la dominación que ellas concretan. Esto implica que el Estado no es garante de la burguesía, sino del conjunto de la relación que establece a esta clase como clase dominante. No es, por lo tanto, un Estado la burguesía: es un Estado capitalista, lo cual no es exactamente lo mismo. Esto entraña que, en tanto el Estado garantiza y organiza la vigencia de —principalmente— las relaciones sociales capitalistas, es garante y organizador de las clases que se enlazan en esa relación. Esto incluye a las clases dominadas, aunque su garantía de éstas sea en el sentido de reponerlas, o reproducirlas, como tales clases dominadas. Esto tiene algunas consecuencias importantes. Una de ellas es que, no pocas veces, el interés general de reproducción de dichas relaciones (y, por lo tanto, de las clases por ellas vinculadas) lleva al aparato estatal a desempeñar un papel custodial respecto de las clases dominadas, incluso en contra de demandas de la burguesía. El interés general de clase de la burguesía en su conjunto implica, necesariamente, que se acote la racionalidad microeconómica de cada uno de sus miembros, ya que de otra manera éstos tenderían a acentuar cada vez más las condiciones de explotación. En el límite, una simple agregación de esas racionalidades individuales llevaría o bien a la desaparición de la clase dominada por una explotación excesiva o bien a su reconocimiento del carácter explotativo y antagónico de las relaciones que la ligan a la clase dominante, o a alguna combinación de aproximaciones a una y otra situación. La primera posibilidad entrañaría la desaparición de la burguesía, debido a la eliminación de la clase dominada y, por lo tanto, de la relación social que hace tal a la burguesía. La segunda conduciría a una generalizada impugnación de dichas relaciones (y de la dominación que se asienta en ellas), desde que se habría evaporado la percepción habitual —sustento de la dominación ideológica— de dichas relaciones como puramente económicas, libremente consentidas y no explotativas. He dicho que el Estado no es sólo el garante coactivo sino también el organizador de las relaciones sociales capitalistas, porque es el momento que limita y, en diversos sentidos dirige, el interés individual de los miembros de la burguesía hacia lo que, al acolchonar las condiciones de explotación y su posible develamiento ideológico, es el interés general y de largo plazo de la burguesía en tanto clase: la reproducción de las relaciones sociales que la constituyen, precisamente, en tal clase dominante.

Por lo tanto, el Estado es parte, intrínseca y originaria, de las relaciones sociales fundamentales de una sociedad capitalista, no sólo como garantía coactiva sino también como organizador de las mismas. Adviértase que hasta este momento he hablado en un plano analítico. Así delineado, el Estado es un concepto del mismo nivel que el de clase o el de relación social capitalista. Uno no ve, digamos, ni a “la burguesía” ni a “el Estado”. Pero en un nivel concreto (es decir, no analítico) esas categorías se objetivan, o cristalizan, en actores o sujetos sociales; entre otros, en las instituciones o aparato estatal.

Argumenté que el Estado capitalista es, primaria y constitutivamente, un aspecto (que debe ser captado
analítica, no concretamente) de las relaciones sociales capitalistas. En este sentido fundamental el Estado es parte de la sociedad o, dicho de otra manera, esta última es la categoría más originaria y englobante. Pero en el párrafo anterior agregué que,en términos de los sujetos sociales concretos que son portadores de esas (y otras) relaciones, el Estado es también (aunque, insistamos, derivadamente) un conjunto de aparatos o instituciones. Dentro de esta perspectiva teórica la mercancía es un momento objetivado del proceso global de producción y circulación del capital. Pero esta objetivación se convierte en apariencia engañosa si no vemos que, antes de ella y dándole su sentido, se encuentran las relaciones de producción; por eso, el análisis que comienza por la mercancía sólo puede arañar la superficie de la realidad social que interesaría desentrañar para, incluso, conocer adecuadamente el momento de la mercancía. Lo mismo ocurre con el Estado, del cual sus instituciones son un momento objetivado del proceso global de producción y circulación del poder. Lo mismo que la mercancía, dichas instituciones son de enorme importancia y de ellas derivan cruciales efectos propios. Pero también entrañan el riesgo de que las confundamos con “todo el Estado” y, por lo tanto, perdamos de vista su fundamento profundo y originario en el seno mismo de las relaciones capitalistas (y, por lo tanto, de la sociedad).

La conciencia ordinaria —no crítica— cree ver en las instituciones estatales el alfa y omega. Con ello queda apresada tanto por la objetivación del capital en mercancías como por la objetivación del Estado en sus instituciones. La consecuencia de no captar la realidad profunda de uno y otro fenómeno es no percibirlos como, respectivamente, explotación y dominación. En otras palabras, la limitación de la conciencia ordinaria a la apariencia concreta —fetichizada— del capital y del Estado, es el principal manto con que la dominación de clase (y, dentro de ella, el Estado) se recubre ideológicamente. La apariencia fetichizada del Estado-aparato frente a los sujetos sociales le hace aparecer como un tercero externo a las relaciones sociales fundamentales entre aquellos sujetos, a pesar de que, como hemos visto, el Estado es constitutivamente parte de dichas relaciones. Esa apariencia de externalidad sustenta la posibilidad del Estado de constituirse en organizador de la sociedad capitalista o, lo que es equivalente, en organizador de la dominación de la burguesía. Es sobre esta base que el aparato estatal se proclama —y suele ser habitualmente creído— custodio y agente del interés general. Pero esto, como todo lo que estamos viendo (de allí la intrínseca dificultad del tema) contiene un lado de verdad que es, por otra parte, el ocultamiento de su lado de falsedad. En efecto, el Estado —ya lo hemos visto— es agente de un interés general pero parcializado; esto es, del interés general (incluso contra voliciones de la clase dominante) de vigencia y reproducción de ciertas relaciones sociales. No es, como se proclama y se suele creer, agente de un interés general realmente común e imparcial respecto de las posiciones sociales de los sujetos sociales.


b) Nación

El interés general a que está referido el Estado es un interés de clase, que —por eso mismo— incluye un papel custodial en la reproducción de la clase dominada en tanto dominada. Pero el discurso desde el aparato estatal se postula servidor de un interés general indiferenciado: no el de las clases en la sociedad, sino el de la nación. La nación es el arco englobante de solidaridades que postula la homogeneidad de un “nosotros” frente al “ellos” de otras naciones. Por otro lado, la efectividad de la garantía coactiva del Estado requiere supremacía en el control de los medios de coacción. Esta supremacía queda delimitada territorialmente; es adentro de esa delimitación que tiende a constituirse, por su propia dinámica y como consecuencia de reiteradas invocaciones desde el aparato estatal, el arco de solidaridades de la nación. Por eso el Estado es, o tiende siempre a ser, un Estado nacional: su territorialidad es el ámbito de su supremacía coactiva y los sujetos sociales —en tanto nación— son el referente aludido por el aparato estatal en su postulación de servir un interés general.

c) Pueblo y clase

Por añadidura, el papel custodial del Estado hacia las clases dominadas puede llevar al reconocimiento de otra entidad: el pueblo. Esto es, la subcomunidad adentro de la nación, constituída por los menos favorecidos, a los que razones de justicia sustantiva llevan a atender específicamente. Los pobres, los más débiles que son ? pueblo, en ciertas coyunturas (algunas de las cuales estudiaremos) pueden ser canal de explosiva reivindicación de justicia sustantiva contra el Estado y el pacto de dominación* que aquél garantiza y organiza. Pueden ser también canal de develamiento de identidades de sus miembros no sólo en tanto tales

sino también en tanto clases dominadas y, por esta vía, de impugnaciones que apuntan al corazón mismo de la dominación en la sociedad —las relaciones sociales que los constituyen en tales clases dominadas. Pero la misma categoría de lo popular puede, en otras circunstancias, ocluir estos develamientos y convertirse fundamentalmente en instrumento de reacomodación de relaciones entre las clases dominantes**.

Si lo señalado sugiere la inherente ambigüedad de la categoría pueblo, la sociedad capitalista tiende a generar otra categoría no más unívoca. De la misma forma que en la esfera fetichizada de la circulación del capital —el mercado, la mercancía y el dinero— cada sujeto social aparece como abstractamente igual y libre, el ciudadano es otro momento de igualdad abstracta. En el “mercado político”, la formalización de relaciones que genera (y en la que sustenta su viabilidad ideológica) la sociedad capitalista, queda presupuesto que el fundamento del derecho de las instituciones estatales a mandar, y a coaccionar, es la libre voluntad abstracta e igual, de los miembros-de-la-nación en-tanto-ciudadanos. Lo mismo que las anteriores, esta categoría es una transmutación parcial del subyacente constitutivo de todas ellas, la sociedad. Pero, igual que las otras, sus faces conjuntas de verdad y falsedad tienen fundamentales consecuencias. La figura del ciudadano igual a todos los demás con abstracción de su posición en la sociedad es falsa en diversos sentidos, pero su lado de verdad es la razón de que la forma menos imperfecta de organización política del Estado capitalista sea un régimen de democracia política (no social ni económica). En ella quienes mandan dicen hacerlo (y suelen ser creídos) porque así los han autorizado ciudadanos (abstractamente) libres e iguales, quienes, además, tienen en principio derecho a protección y reparación frente a acciones arbitrarias del aparato estatal y de otros sujetos sociales. Pero la democracia política contiene ambigüedades similares a las que hemos detectado en las restantes categorías. En efecto, si bien por un lado suele ser un óptimo encubrimiento de la dominación de clase y de la inherente vinculación del Estado con esa dominación, por el otro contiene mecanismos y posibilidades que, al dar lugar para diversas acciones de las clases dominadas, permiten el logro de intereses y demandas objetivas y subjetivamente importantes para aquellas clases. Asimismo, en ciertas coyunturas, tales mecanismos y posibilidades pueden llevar a hacer tambalear esa misma dominación de clase. Nada es unívoco ni, en sus impactos de largo plazo, predeterminable a priori; esto depende de circunstancias específicas que deben ser detectadas y evaluadas en el curso de la historia.

Recapitulando tenemos, primero y fundamentalmente, la sociedad, y dentro de ella, como su corazón —en toda sociedad en la que el capitalismo ha llegado a ser predominante—, las relaciones capitalistas de producción. Este es el nivel celular de la dominación de clase. Dentro de esas relaciones y, por lo tanto, dentro de la sociedad en su nivel celular, tenemos también el Estado como aspecto, analíticamente detectable, de garantía y organización de esas relaciones. Luego, derivadamente, las objetivaciones de esas relaciones en sujetos sociales concretos, incluso el aparato estatal. Finalmente, como otras emanaciones de la sociedad, parciales pero fundamentales (tanto por su presencia como por su ausencia, como veremos), la nación, la ciudadanía y el pueblo. Por otro lado, subyaciendo a ellas como principal modo de articulación de la sociedad, las clases*.


d) Gobierno y régimen


Debemos ahora precisar otras dos categorías: régimen y gobierno. Entiendo por régimen al conjunto de patrones realmente vigentes (no necesariamente consagrados jurídica o formalmente) que establecen las modalidades de reclutamiento y acceso a los roles gubernamentales, así como los criterios de representación en base a los cuales se formulan expectativas de acceso a dichos roles*. Dichos criterios pueden ser los presupuestos por la teoría democrática clásica (ciudadanos y partidos), y/o articulaciones de intereses de la sociedad civil (por ejemplo, representación corporativa) y/o instituciones estatales (por ejemplo, las Fuerzas Armadas), que abren acceso a los roles formalmente superiores del aparato estatal**. El conjunto de esos roles es el gobierno, desde donde se movilizan,directamente o por delegación a escalones inferiores en la jerarquía burocrática, en apoyo de órdenes y disuasiones, los recursos controlados por el aparato estatal, incluso su supremacía coactiva. Se pueden resumir las definiciones de gobierno y régimen diciendo que el primero es la cumbre del aparato estatal, y que el régimen es el trazado de las rutas que conducen a esa cumbre.


e) Tipos de crisis políticas


Cuando hablamos del lado social y/o político de una crisis podemos estar refiriéndonos a muy diferentes niveles de intensidad. Esto es lo que debemos ahora distinguir.

1) Un primer nivel de crisis es la “inestabilidad política”: desfiles de altos funcionarios, incluso presidentes, obligados a dejar sus cargos antes de los lapsos institucionalmente previstos. Esta es una crisis de gobierno. No es intrascendente, por cuanto suele estar acompañada por erráticos cambios de políticas públicas, por grandilocuentes declaraciones gubernamentales rápidamente sucedidas por otras, y por una generalizada sensación de que no se logra estabilizar ningún poder público. El poder que el aparato estatal parece encarnar ante la sociedad pierde la autoridad emanada de una faz majestuosa, para mostrarse como un ámbito expuesto a los tirones de grupos.

2) Un segundo nivel es el de crisis de régimen. Esto es, no sólo grupos expulsándole del gobierno sino también planteando la pretensión de instaurar divergentes criterios de representación y canales de acceso a esos roles. Tampoco es esto intrascendente, ya que, por lo menos, revela desacuerdos potencialmente explosivos entre las “élites” que así compiten. Pero por sí mismos esos dos tipos de crisis se despliegan en la superficie de la arena política —América Latina abunda en ejemplos de “inestabilidad política” y de transformaciones de régimen coexistiendo con el mantenimiento de una férrea dominación en la textura celular de la sociedad.

3) Un tercer tipo de crisis política, que suele superponerse con el anterior, es aquél en que grupos, partidos, movimientos y/o personal gubernamental realizan interpelaciones a clases o sectores sociales apuntados a establecer identidades colectivas conflictivas con las de los participantes ya establecidos en la escena política. La interpelación exitosa (en el sentido de generar respuestas que implican la emergencia de un nuevo sujeto colectivo en la arena política)* a lo popular en un Estado (y régimen) oligárquico, o la invocación al trabajador asalariado en tanto clase en alguna forma más moderna de Estado, introducen elementos que Estado y régimen difícilmente podrían absorber sin importantes transformaciones. Pero esas interpelaciones no implican necesariamente que se hayan producido cambios paralelos en el plano celular de la dominación social; tampoco implican necesariamente el colapso de régimen o gobierno. Sin embargo, esta crisis de expansión de la arena política siempre genera aguda preocupación en las clases dominantes, en tanto estas preferirían que sólo aparecieran en la arena política interpelaciones que ellas controlaran directamente y que no cuestionen su propia dominación.

4) Otra es una crisis de acumulación. Ella resulta de acciones de clases subordinadas que, se enlacen o no con las crisis ya discutidas, son percibidas por las clases dominantes como obstaculizando sistemáticamente un funcionamiento de la economía, y una tasa y regularidad de acumulación de capital, definidas por éstas como satisfactorias según lo discutido en la sección precedente, esta crisis no entraña necesariamente desafíos a la dominación celular. En efecto, es posible que los grandes escenarios políticos estén ocupados por partidos que, aunque asuman la representación de las demandas que aparecen generando esa crisis de acumulación, no tengan intención de atacar los parámetros fundamentales (capitalistas) de la sociedad. Pero esta crisis puede tocar intereses (y temores) más fundamentales que las que hasta ahora hemos examinado. Esto por dos razones fundamentales. Una, porque parece demostrar que con sus demandas las clases subordinadas están desbordando los límites objetivos de economía y sociedad y que, por lo tanto, de alguna manera —que puede variar entre enfatizar la cooptación o la coacción—, aquellas tienen que ser “puestas en su lugar”. La segunda es que el diagnóstico de una reiterada obstrucción a la acumulación de capital tiende a ser definido como una situación que —sin perjuicio de que no sean esas las intenciones de sus actores directos ni las de quienes los expresan en los grandes escenarios de la política—, tiende a mediano o largo plazo a afectar la viabilidad de la sociedad capitalista, entorpecida en el nudo central de su funcionamiento económico. De esto también suele derivar la conclusión de que es necesario “poner en su lugar” a las clases subordinadas. Vemos ahí que, aunque la primera manifestación de esta crisis sea económica, su diagnóstico por las clases dominantes y los caminos de solución que éstas entrevén, tienden a trasladarla al plano de la política, para desde allí producir una más o menos drástica —pero siempre importante— recomposición de la relación de fuerzas dada.

5) Debemos ahora considerar la principal y más profunda crisis, que denominaré crisis de dominación celular (o social). Es una crisis del fundamento de la sociedad (incluyendo, como vimos en la primera sección, al Estado), de las relaciones sociales que constituyen a las clases y sus formas de articulación. Esto es, se trata de la aparición de comportamientos y abstenciones de clases subordinadas que ya no se ajustan, regular y habitualmente, a la reproducción de las relaciones sociales centrales en una sociedad qua capitalista. Rebeldía, subversión, desorden, indisciplina laboral, son términos que mentan situaciones en las que aparece amenazada la continuidad de prácticas y actitudes, antes descontadas como “naturales”, de clases y sectores subordinados. Esto puede aparecer en la caducidad de ciertas pautas de deferencia hacia el “superior” social, en diversas formas expresivas (incluso artísticas) “inusuales”, en cuestionamientos de la autoridad habitual en ámbitos como la familia y la escuela, y —caracterizando específicamente esta crisis— como una impugnación del mando en el lugar de trabajo. Esto implica no dar ya por irrefutable la pretensión de la burguesía de decidir la organización del proceso de trabajo, apropiarse del excedente económico generado y resolver el destino de dicho excedente. Ese cuestionamiento puede ser más o menos profundo; puede abarcar desde demandas “excesivas” respecto de las condiciones de trabajo hasta apoderamientos de la unidad productiva y discursos cuestionadores del papel social capitalista como propietario y/o del empresario como poseedor de los medios de producción. Estas situaciones —que como vemos pueden ser más o menos inmediatamente amenazantes del “orden” existente— implican por lo menos dos cosas: que se ha aflojado el control ideológico y que está fallando la coerción (sanciones económicas o, sencillamente, coacción física) que debería cancelar el “desorden” resultante. En otras palabras, indica un Estado que está fallando en la efectivización de su garantía para la vigencia y reproducción de fundamentales relaciones sociales. En su mayor intensidad, cuando se pone en cuestión el papel social del capitalista y del empresario, esta crisis amenaza la liquidación del orden —capitalista— existente. Por eso ésta es también la crisis política suprema: crisis del Estado, pero no sólo, ni tanto, del Estado como aparato sino en su aspecto fundante del sistema social de dominación del que es parte. Esta crisis es la crisis del Estado en la sociedad, que por supuesto repercute al nivel de sus instituciones. Pero es sólo como crisis de la garantía política de la dominación social que puede ser entendida en toda su hondura.

Adviértase que, aquí, los comportamientos e intenciones manifiestas de —al menos— los segmentos más activos y vocales de las clases subordinadas y de quienes invocan su representación política, apuntan a lo que más puede amenazar a la burguesía y al Estado, en tanto éste es el Estado de y en una sociedad capitalista: la supresión de la burguesía en tanto clase y, por lo tanto, del sistema de dominación que su propia condición de burguesía entraña. Ninguna de las crisis que hemos examinado es tan directa y radicalmente amenazante como ésta.

Las dos situaciones que consideraremos a continuación son variantes que pueden ligarse (agudizándola) a una crisis de dominación social.

6) La crisis de dominación puede, y tiende en el medio plazo, a combinarse con crisis de gobierno, de régimen y de expansión (así como, obviamente, de acumulación). Es decir, la combinación de la primera —que por sí misma se limita a los intersticios celulares de la sociedad— con partidos y/o personal gubernamental que, engarzándose con aquel sacudimiento celular, proponen desde los grandes escenarios políticos nuevos criterios de representación y nuevos sujetos políticos dominantes para la instauración de un nuevo orden social, no ya la recomposición del dado.

7) Otra posibilidad, que puede o no darse conjuntamente con la anterior, es la implicada por intentos armados de despojar a las instituciones estatales de su supremacía de poder coactivo sobre el territorio que delimitan. Esta crisis no presupone necesariamente a las demás, pero sus probabilidades de logro de aquella meta obviamente tienden a aumentar cuando coexiste —sobre todo— con una crisis de dominación social.

Vemos, así, que cada crisis admite diversas combinaciones con las demás, aunque algunas de ellas tienen mayor probabilidad de ligarse con otras. La crisis de gobierno (nivel 1), es, con escasas excepciones, la historia “normal” de América Latina, que en pocos casos se extendió a los otros planos aquí identificados. Las crisis de régimen (nivel 2) y de expansión de la arena política (nivel 3) marcaron, a través de interpelaciones a lo popular, la liquidación de la dominación oligárquica y condujeron a la recomposición de un orden social basado en la dominación burguesa. Esas crisis aparecieron como profundamente subversivas (y así fueron reprimidas) cuando amenazaron incluir al campesinado, ya que allí no podían sino sacudir las formas de
dominación celular (no capitalista) prevalecientes. En tanto abarcaron a la clase obrera pero quedaron limitadas a la escena política sin poner en crisis la dominación social, caracterizaron por bastantes años a la democracia chilena. El nivel 4, crisis de acumulación no combinada con movimientos o partidos apuntados a un cambio de la sociedad qua capitalista, es la especificidad del pretorianismo argentino hasta 1966. El nivel 5, crisis de dominación y, con ella, crisis del Estado en la sociedad, apareció tenuemente en la Argentina previa a 1966, algo más claramente en Brasil pre-1964, y fue un componente decisivo para la implantación de los BA de Chile, Argentina y Uruguay en la década del 70. Pero, además, la situación chilena previa a 1973 contuvo un claro elemento de crisis a nivel 6, en tanto en la década del 70, en Uruguay y Argentina (más agudamente en esta última) no fueron partidos políticos sino organizaciones armadas (nivel 7), las que apuntaron a enlazarse con un profundo sacudimiento de la dominación celular.

Los niveles 1, 2 y 3 pueden ser percibidos por las clases y sectores dominantes como una anormalidad que sería bueno corregir. Y esto no necesariamente. En cambio, los restantes niveles de crisis son percibidos como una amenaza* que, si no es eliminada, más tarde o más temprano liquidará su propia condición de dominantes. (...)

Cada una de las crisis que he delineado admite diversos grados de intensidad y puede combinarse con otras. Esos grados de intensidad y diversas combinaciones de dichas crisis nos permiten entender con más precisión la también variante intensidad de la reacción de las clases dominantes, y de no pocos sectores medios, que subyace a la implantación de diversos BA y a la represión a partir de ello aplicada. (...)

Lo hasta aquí señalado lleva a precisar el concepto de crisis de hegemonía. Parece que los niveles 1, 2 y 3 son más bien una “insuficiencia” de lo político-estatal que no alcanza a funcionar, en algunos de sus planos institucionales, de manera congruente con la apariencia majestuosa y estable que ayuda a hacer del Estado el organizador y garante de las relaciones sociales, o que no puede absorber fácilmente nuevos actores e interpelaciones políticas. Pero esto no implica que la dominación celular esté puesta en cuestión. Ésta puede seguir vigente, incluso en términos de un amplio control ideológico y de que el aparato estatal siga prestando, efectiva y eficientemente, su garantía de coacción a aquellas relaciones sociales. Por eso es erróneo confundir crisis de gobierno o de régimen con una crisis de hegemonía. Por su lado, una crisis de acumulación (nivel 4) conlleva un importante peso de demandas económicas y de mayor autonomía de sus organizaciones, por parte de las clases subordinadas cuya “exageración” en esas demandas tiende a ser percibida por las dominantes como el principal factor causal de aquella crisis. Pero por sí misma ella también se coloca, incluso por el economicismo de esas demandas, dentro de los parámetros capitalistas de la sociedad.

De lo dicho sigue que en ninguna de estas cuatro crisis nos hallamos ante un des-cubrimiento de la realidad más profunda y constitutiva de la sociedad qua capitalista. Por consiguiente, de acuerdo con lo argumentado en la primera sección, tampoco nos hallamos ante un develamiento de la naturaleza más profunda y constitutiva del Estado**. En cambio, la crisis a nivel 5, ya sea que se combine o no con los planos 6 y 7, es propiamente una crisis de hegemonía. Ésta no sólo implica un difundido entorpecimiento de los patrones “normales” de reproducción cotidiana de la sociedad (específicamente, de las relaciones capitalistas de producción). También entraña, como característica que la define como crisis de dominación social o celular (o, equivalentemente, de hegemonía), cuestionar sustanciales componentes de aquellas relaciones: el sujeto social —burguesía— que se apropia del excedente económico, la naturalidad y equidad de la relación que constituye en tal a la burguesía y, en el microcosmos de la empresa, la pretensión de aquella de dirigir el proceso de trabajo.

Esta es la crisis que pone en juego directamente la relación entre clases y, a través de ella, como temor más o menos inminente de la burguesía, su propia existencia en tanto tal. Dicho de otra manera, es en este tipo de situación que el componente específico de lucha de clases aparece como un crucial componente de la situación global. Insistiendo sobre un punto central —y espero que se vea converger aquí argumentos presentados en secciones anteriores—, la crisis de la hegemonía de la dominación social es también la crisis del Estado. Pero, no es sólo, ni tanto, la crisis del Estado como aparato institucional. Es la crisis del Estado en su dimensión fundante y originaria: crisis del Estado en la sociedad. Es el “fracaso” del Estado como aspecto garante y organizador de las relaciones sociales fundamentales en una sociedad capitalista. Son ellas las que pasan a ser impugnadas en un proceso complejo y multidimensional* que muestra —por lo menos— el tambaleo de la garantía coactiva y la atenuación de los encubrimientos ideológicos que, durante crisis menos profundas, permiten la cotidiana reproducción de aquellas relaciones y, con ellas, de la sociedad que se articula alrededor de ese eje. Crisis de la dominación social, de la dominación celular, de hegemonía y del Estado en la sociedad son, por lo tanto, términos equivalentes. Ellos, desde la perspectiva que propongo, tienen la ventaja de recalcar la intrínseca ligazón del Estado en y con la sociedad y, dentro de ella, con las relaciones sociales que hacen de aquél, propiamente, un Estado capitalista. Es el sacudimiento de esas relaciones y, con ellas, por lo tanto, del Estado en su realidad más profunda, lo que desata los temores más primordiales de la burguesía, así como de los sectores sociales e instituciones (entre ellos las Fuerzas Armadas) que suelen alinearse con aquélla para tratar de reinstaurar el “orden” y la “normalidad”. (...)

Traspuesto aquel umbral, sus recursos, su racionalidad microeconómica y sus temores hacen de la propia burguesía la gran impulsora de la crisis económica previa a la implantación de los BA. Pero la crisis aparece no sólo para la burguesía: la alta y errática inflación, las violentas traslaciones intersectoriales de ingreso, la generalizada imprevisibilidad, la actitud “insolente” de las clasees subordinadas y la emergencia de discursos radicalizados, perturban profundamente a diversos sectores medios y grupos institucionales, y movilizan sus inclinaciones más defensivas: reimplantación del “orden”, condena moral a los típicos comportamientos de una economía de saqueo, y aspiración a la emergencia de gobernantes dotados de “autoridad” que permitan ver al Estado, nuevamente, como benevolente tutor. Así, los temores de la burguesía se engarzan con las reacciones defensivas de diversos sectores medios y grupos institucionales, aliándolos alrededor de una aspiración de “orden” y “autoridad” que sólo un “Estado fuerte” podría imponer. La implantación del BA es una reacción tanto más drástica cuanto más intensos son los temores que se han despertado en el período que lo precede.

La especificidad del BA respecto a otros Estados autoritarios de América Latina pasada y presente es que aquél surge como crispada reacción de las clases dominantes y sus aliados ante una crisis que, ya fuere que se centre o no en el nivel 5, tiene en su tejido histórico un actor fundamental. Esto es, un sector popular (incluyendo la clase obrera de estos capitalismos extensamente industrializados) políticamente activado y relativa, pero crecientemente, autonomizado respecto de las clases dominantes. Así, lo que da al BA su especificidad histórica es que quienes llevan a cabo y apoyan su implantación, coinciden en que el requisito principal para extirpar la crisis es subordinar y controlar estrictamente al sector popular, revertir la tendencia autonomizante de sus organizacioens de clase y eliminar sus expresiones en la arena política. Tal reacción a esa amenaza, y su concreción en la gran tarea de “poner en su lugar” a sectores subordinados que, primero como pueblo pero cada vez más también como clase, aparecieron como encarnación de esos temores, en una sociedad dependiente cuyas particularidades desigualizantes y transnacionalizadas parecen hacer aún más necesario exorcizar esos fantasmas, es la médula de la especificidad histórica del Estado BA.

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